Era una
tarde de junio. El sol ya apretaba con fuerza, pero aún no ahogaba
como en julio ni secaba la garganta como el de agosto. Lola se había
levantado esa mañana a eso de las siete para dejarlo todo listo
antes de irse a trabajar. Cuando salió por la puerta ya había
fregado el cuarto de baño, limpiado el polvo, puesto una lavadora y
dejado la comida medio hecha, y no eran ni las diez. Aprovechó las
horas muertas de la lánguida tarde antes de volver a la oficina para
echar un vistazo a la lápida de sus padres. Su hermana ya le había
comentado que en una de las esquinas un pedazo de granito se había
desprendido, y estaba dándole vueltas a cuánto costaría repararlo.
Sabía que su madre se revolvería en su tumba de saber que su morada
para toda la eternidad andaba hecha unos zorros.
Lola se
plantó delante de la tumba de Josefa Campos y Benito Aranda, se
remangó, remojó el trapo y fregó cada esquina a conciencia. Cambió
las flores ya marchitas por unas nuevas, repasó cada una de las
letras y se aseguró de que todo estaba en orden. Fue entonces cuando
reparó en aquel jaramago rebelde que asomaba por la grieta del
lateral derecho, la tierna florecilla que a fuerza de empeño había
logrado quebrar el duro granito. Cómo puede ser esto, murmuró para
sus adentros. Se arrodilló, agarró el jaramago con la diestra y dio
un enérgico tirón. Nada. Se sirvió de la otra mano y siguió
tirando, sin éxito. Aquel jaramago parecía haber echado raíces en
el mismísimo infierno. Dispuesta a dejar la sepultura como los
chorros del oro, Lola no cesó en su empeño de deshacerse de aquel
condenado yerbajo, y tiró y tiró y tiró. De nuevo, el jaramago no
cedió ni un ápice. Pues no que parece que lo tiene mi madre
agarrao, pensó. No pudo evitar soltar una pequeña risotada.
No le extrañaría demasiado, sabiendo lo tozuda que había sido la
Pepa en vida.
Tras unos
minutos de forcejeo, el tallo por fin comenzó a ceder, dando paso a
una raíz que parecía infinita. Por más que tiraba no alcanzaba a
ver el final. Una vez logró retirar toda la planta, observó
exhausta la extraña flor. Se preguntó qué clase de jaramago era
capaz de echar semejante raíz de un día para otro. Una vez el
pequeño agujero de la lápida había sido despejado, pudo ver con
claridad la tierra que cubría los ataúdes de sus padres. Si hubiese
sido más supersticiosa probablemente le hubieran dado escalofríos.
Pero se limitó a sonreír. Un poco más abajo se encontraba la
madera del ataúd de su madre, y dentro de éste un amasijo de huesos
que una vez dieron vida a la persona que a su vez se la había
entregado a ella. No dejaba de ser curioso. Lola pensó que si acaso
existía eso del Más Allá, bienvenido era. Y si no fuese así, ya
ninguna fuerza del Universo podría arrebatarle lo vivido. Y esa
certeza era más que suficiente.