En la calle
empedrada hay una casita blanca con un azulejo vidriado a escasos
palmos de la puerta que reza, con caligrafía ingenua, "Respeten
este jazmín. Gracias".
Pero no hay
ningún jazmín. Lo que lleva a pensar que finalmente el jazmín no
fue respetado. Sin embargo, alguien lo quiso tanto como para encargar
una placa de cerámica llamando la atención acerca de él. Tanto
como para incrustar esa placa en la fachada. Tanto como para
colocarla ahí siendo consciente de que el lema seguiría existiendo
aun tiempo después de que el jazmín desapareciese. Alguien quiso
mucho a ese jazmín.
Hubo quizás
otro alguien que no lo respetó a pesar de todo el esfuerzo y las
placas de cerámica. O pudiera ser que los propios dueños se
aburriesen de él y acabaran cortándolo.
Pero alguien
quiso a ese jazmín. Me gustaría llamar a la puerta y preguntar qué
pasó, por qué ya no hay flores blancas que adornen los ventanales,
por qué nos han privado de su olor a noche de verano. Es posible que
la casa haya cambiado de dueños, que sus nuevos habitantes no sepan
qué fue de aquel jazmín por el que tantas molestias se habían
tomado. Es posible que también la tierra se los tragase a ellos,
dejando fuera de la ecuación tanto al receptor de cuidados como al
cuidador, y ofreciéndonos en su lugar el testimonio huérfano de ese
hilo de afecto que ahora conduce a la nada en cada extremo.
Respeten
este jazmín, gracias. Finalmente el respeto trascendió al propio
jazmín, la piedra al tallo, a las raíces, a la flor. Como ha de
ser. Como siempre ha sido. Yo también quisiera irme tranquila, como
imagino se fue el silencioso jazmín, con un azulejo que rezase
"respeten a este ser humano, gracias". En cualquier rincón,
una sencilla plaquita de cerámica escrita a mano, sin importar en
honor a quién, hace cuánto pasó ese alguien por aquí o los años
que estuvo entre los vivos. Testigo irrefutable de que en cierta
ocasión existió al menos un ser que cuidó y amó a otro ser.