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domingo, 26 de enero de 2020

Gatos callejeros


Era una noche de finales de Agosto un tanto rara, más espesa de lo habitual. Salía de mi casa con la intención de robarle a la ribera del río algún resquicio furtivo de aire fresco. El parque, el descampado, el riachuelo, la litrona de alhambra y los tres o cuatro de siempre. Por aquí no se necesita, o quizá no se aspira, a mucho más. Bajando por mi calle no se oía gran cosa, excepto un vago rumor procedente de la terraza del bar de la esquina, ya escupiendo poco a poco a los últimos clientes, que no parecían tener intención de irse.
Allí fue donde lo vi. Un pequeño bulto al principio, apenas una mancha oscura en mitad de la carretera. Conforme me iba acercando la imagen se hacía más nítida. Era un gato pequeño, un animalillo blanco y negro al que ya había visto varias veces rondando por allí, escondiéndose debajo de la plataforma de chapa de la terraza del bar cada vez que los pasos de algún transeúnte se aproximaban demasiado. Sus ojos de un vivo verde se habían convertido ahora en dos botones de un gris pardusco. La mitad inferior de su cuerpo apenas podía distinguirse del asfalto, y un charco de sangre oscura se esparcía con lentitud a su alrededor. Respiré hondo y traté de mirar al frente. Proseguí mi camino, con el pulso acelerado. Entonces fue cuando me encontré con aquel otro gato callejero. Lo reconocí al instante. La noche anterior lo había visto jugando con el pequeño. Se perseguían el uno al otro calle arriba, se mordisqueaban las orejas y después volvían a empezar. Yo seguía sus ideas y venidas con la mirada y sonreía desde la ventana de mi habitación. Pero aquella noche el gato mayor me miraba con sus enormes ojos amarillos, inmóvil en mitad de la acera, como exigiendo una respuesta. Al parecer, ni los gatos ni los humanos podemos aspirar a comprender gran cosa.
Estuve un rato en el banco con mis amigos, hablando de cosas sin importancia. O al menos en aquel momento no me parecía que la tuvieran. Volví a casa al cabo de una hora, preguntándome si el cuerpo destrozado de aquel gato seguiría allí. Por el camino me crucé con varios gatos más. Aquella noche vi más que nunca. Todos parecían estar de funeral, o al menos eso quise creer; que eran tan conscientes como yo lo era de lo absurdo e inevitable de la muerte. De lo absurdo e inevitable de la vida. Al pasar la esquina encontré de nuevo al gato de ojos amarillos. Me miraba y maullaba, dando vueltas alrededor de mí. Me persiguió durante un buen trecho, hasta llegar a la altura del cadáver de su amigo. Se quedó allí parado, a su lado. Yo lo acompañaba.
Dos niños de unos doce años con ese gesto descuidado que solo la infancia en el pueblo es capaz de imprimir en la carne pararon su bici frente a la escena. Sentí un escalofrío. Pensé que seguramente planeaban hacer alguna trastada con el pobre animal. Pero permanecieron allí en silencio, encaramados en sus bicicletas. Miraban al suelo. Qué pena, dijo uno de ellos. Yo permanecía quieta, a un lado de la acera. El gato de ojos amarillos miraba al pequeño, se acercaba a él, lo rodeaba y se volvía a alejar. Los niños lo observaban muy callados. Uno de ellos se dio la vuelta y se acercó al bar de la esquina a pedir ayuda. Hay un gato pequeño muerto en mitad de la carretera. Pero a nadie parecía importarle demasiado el asunto. Excepto a su compañero felino, y a nosotros.
¿No pueden hacer nada? Se encogió de hombros. Ni me han contestao. Me da mucha pena. Y a mí, intercedió su amigo. Bueno. Adiós, buenas noches. Buenas noches. Sus bicicletas se alejaron calle arriba. El gato de ojos amarillos seguía mirando el cuerpo de su pequeño compañero, maullando lastimeramente. Siguió ahí durante el resto de la noche. Pude oír cada quejido desde mi ventana. Yo tampoco dormí. Ojalá pudiera haberle hecho comprender de algún modo lo que acababa de suceder. O quizás fuese mejor así.

lunes, 20 de enero de 2020

a Federico


En este remanso de paz,
el rincón que mece y acuna
mi cuerpo marchito,
las hojas se estremecen
al son del viento invisible.

Calma.

Hay una luz encendida
en la huerta de San Vicente
número seis.
Hay una sombra ausente apostada
en el quicio de la puerta.

No.

Hoy no voy a entrar.
Me quedaré aquí
y te contaré historias con los ojos
y los muros sordos
podrán oírlas.

Calma.

Vengo a cantarte con las manos
lo que no puedo decir a viva voz.
Vengo a dejarme caer,
a preguntar sin interrogantes
cómo amaneciste hoy.

Ruido lejano.

Vengo a ser
tu silenciosa compañía,
tu muda cómplice.
Vengo a guardar tus secretos
y a confesarte los míos.

Calma.

Ya no hay luz, me dije,
no queda luz.
Está aquí, gritaste.
Pero lo hiciste
en apenas un susurro.

Quizás si...

Confieso
que he estado a punto
de no oírte.
Que he estado a punto
de no volver.

Calma.

Y la luna
- tu luna, siempre será tu luna-
asoma entre las hojas del limonero
en un eterno agosto
que congelaste al marchar.

lunes, 13 de enero de 2020

enfant terrible


He detectado que existen ciertos ciclos algo curiosos. Hoy estás bien y mañana tienes la sensación urgente de que te falta algo. Sin tan siquiera saber qué es y un poco por jugar a las adivinanzas intuyes que tiene algo que ver con la soledad. Estás bien, pero. Y ese pero te inquieta, empieza a palpitar como una molesta picadura de mosquito hasta ocupar un lugar privilegiado en tu mente que en ningún caso querías otorgarle. Pero se las arregla para estar ahí martilleando dentro de tu cabeza. Piensas en lo genial que es follar y te dices a ti misma quiero hacerlo. Quiero conocer a alguien y quiero besarlo y que me bese y me agarre el culo. Recuerdas lo bien que te sientes cuando eso pasa y después vas y lo haces con alguien que no te convence y lo haces de todos modos porque sabes que mientras no te guste demasiado no podrá hacerte daño. Eso que ocurre con algún tío cualquiera por supuesto no se parece en nada a la idea de Follar que tenías en mente pero ya está hecho. Ahora solo sientes vergüenza y te dan ganas de reír y piensas por qué lo he hecho. Y no tienes lo que hay que tener para afrontar que te toca ser la cabrona que deja al otro colgado sin más así que esperas que sea él quien desaparezca por completo y si no lo hace le contestarás por educación hasta que se haga evidente que no te gusta y te llame zorra y deje de hablarte. Te lo encontrarás algún día por la calle apartarás la mirada y pensarás que al fin y al cabo él no tenía la culpa de no gustarte. Solo se vio atrapado en una situación de mierda con una tía que trataba de alcanzar algo abstracto sin éxito. No es culpa suya seguramente era un buen tío. Pero tampoco es tu culpa joder. Te acuerdas de Morrisey cantando aquello de soy humano y solo quiero ser amado como todo el mundo y te sientes identificada pero recuerdas que Morrisey era una basura de persona y esperas no ser en el fondo otra basura humana demandante de afecto.

De todos modos lo acabas olvidando y tras un periodo prudencial de abstinencia te vuelves a descargar tinder o vuelves a enviarle un whatsapp a esa persona a la que te habías prometido no escribir más. Como una serpiente que se alimenta cada tres meses para después volver ya saciada – o sencillamente harta- a su madriguera. Me acuerdo de ese tío en concreto porque casi le conté cosas verdaderamente personales. No llegué a hacerlo por supuesto pero al parecer me sentí lo bastante cómoda como para saborear la idea de soltarlas y eso ya es algo. De todos modos no nos hemos vuelto a ver. Hablamos de películas y música, él compartió conmigo algunos grupos y yo compartí otros. No le gustó nada de lo que le enseñé. Cómo podía escuchar aquello y no gustarle era algo que no alcanzaba a entender. Cualquier ser humano es capaz de percibir determinadas vibraciones es algo casi ancestral.

No entiendes a Soto Asa porque es música del futuro.

No me hace sentir nada.

Cualquier persona que conserve el pulso siente ganas de mover el culo con esto.

Las ganas de mover el culo no son un sentimiento.

A veces es el único sentimiento que me permito. Por supuesto no dije eso en voz alta.

Me encogí de hombros. Seré demasiado sensible entonces.

Pensé en esa condición tan concreta de "persona sensible" que tan bien conocía. No dejas de ser una mindundi más en la maquinaria con tus estudios mediocres tu trabajo de mierda y tus aspiraciones corrientes. Tu casi imperceptible talento no te da ni de lejos para pagar las facturas. No eres un genio así que tus extravagancias no son tratadas como tal. Solo eres una rara. Una rara bastante normalita además. Nadie espera de ti que tengas una vida totalmente tradicional pero tampoco que te desvíes demasiado de la norma. Te dijeron alguna vez que eras brillante y te lo creíste. Tienes cierta capacidad que te separa de las percepciones habituales que intuyes tiene la gente de tu alrededor. Pero eso no te hace mejor, como alguna vez se te pasó por la cabeza cuando rondabas los 13 años. Esa idea absurda no era más que un mecanismo de defensa para paliar la tristeza que te producía saberte invisible, fantaseando con un suicidio trágico y llamativo mientras escuchabas my chemical romance cualquier sábado por la noche y llorabas hasta quedarte dormida. Descubres poco a poco que esa leve sensibilidad creativa no va a ser la llave maestra de tu venganza contra una sociedad de la que no te sientes parte y no, tampoco eres mejor que el resto. Esa insignificante sensibilidad solo te hace, una vez más, ser la rara. Entonces sientes que todo el mundo te quiere a pesar de, y no debido a. Creces y o bien te esfuerzas por encajar a toda costa o exageras hasta el extremo tus pequeñas rarezas imitando a algún genio maldito un enfant terrible un Nietzsche de marca blanca. En cualquier caso vas a terminar haciendo el ridículo.

Pero obviamente tampoco dije nada sobre esto.

domingo, 12 de enero de 2020

13 Fantasmas


Ante mí
una extensión vacía;
y muy adentro,
campos yermos
de flores secas.

La sal en los ojos,
ceniza parda
bajo la lengua.
Las palmas hacia arriba,
recibiendo Nada.

Collares de alambre de espino,
gélidas gotas de sudor
recorriendo la nuca.
La áspera lengua de 13 fantasmas
ascendiendo por mi espalda.