Era
una noche de finales de Agosto un tanto rara, más espesa de lo
habitual. Salía de mi casa con la intención de robarle a la ribera
del río algún resquicio furtivo de aire fresco. El parque, el
descampado, el
riachuelo, la litrona
de alhambra y los tres o cuatro de siempre. Por aquí no se necesita,
o quizá no se aspira, a mucho más. Bajando por mi calle no se oía
gran cosa, excepto un vago rumor procedente de la terraza del bar de
la esquina, ya escupiendo poco a poco a los últimos clientes, que no
parecían tener intención de irse.
Allí
fue donde lo vi. Un pequeño bulto al principio, apenas una mancha
oscura en mitad de la carretera. Conforme me iba acercando la imagen
se hacía más nítida. Era un gato pequeño, un animalillo blanco y
negro al que ya había visto varias veces rondando por allí,
escondiéndose debajo de la plataforma de chapa de la terraza del bar
cada vez que los pasos de algún transeúnte se aproximaban
demasiado. Sus ojos de un vivo verde se habían convertido ahora en
dos botones de un gris pardusco. La mitad inferior de su cuerpo
apenas podía distinguirse del asfalto, y un charco de sangre oscura
se esparcía con lentitud a su alrededor. Respiré hondo y traté de
mirar al frente. Proseguí mi camino, con el pulso acelerado.
Entonces fue cuando me encontré con aquel otro gato callejero. Lo
reconocí al instante. La
noche anterior lo había visto jugando con el pequeño. Se perseguían
el uno al otro calle arriba, se mordisqueaban las orejas y después
volvían a empezar. Yo seguía sus ideas y venidas con la mirada y
sonreía desde la ventana de mi habitación. Pero aquella noche el
gato mayor me miraba con sus enormes ojos amarillos, inmóvil en
mitad de la acera, como exigiendo una respuesta. Al parecer, ni los
gatos ni los humanos podemos aspirar a comprender gran cosa.
Estuve
un rato en el banco con mis amigos, hablando de cosas sin
importancia. O al menos en aquel momento no me parecía que la
tuvieran. Volví a casa al cabo de una hora, preguntándome si el
cuerpo destrozado de aquel gato seguiría allí. Por el camino me
crucé con varios gatos más. Aquella noche vi más que nunca. Todos
parecían estar de funeral, o al menos eso quise
creer; que eran tan
conscientes como yo lo era de lo absurdo e inevitable de la muerte.
De lo absurdo e inevitable de la vida. Al pasar la esquina encontré
de nuevo al gato de
ojos amarillos. Me miraba y maullaba, dando vueltas alrededor de mí.
Me persiguió durante un buen trecho, hasta llegar a la altura del
cadáver de su amigo. Se quedó allí parado, a su lado. Yo lo
acompañaba.
Dos
niños de unos doce
años con ese gesto descuidado que solo la infancia en el pueblo
es capaz de imprimir en la carne pararon su bici frente a la escena.
Sentí un escalofrío. Pensé
que seguramente
planeaban hacer alguna
trastada con el pobre animal. Pero permanecieron allí en silencio,
encaramados en sus bicicletas. Miraban al suelo. Qué pena, dijo uno
de ellos. Yo permanecía quieta, a un lado de la acera. El gato de
ojos amarillos miraba al pequeño, se acercaba a él, lo rodeaba y se
volvía a alejar. Los niños lo
observaban muy
callados. Uno de ellos se dio la vuelta y se acercó al bar de la
esquina a pedir ayuda. Hay un gato pequeño muerto en mitad de la
carretera. Pero a nadie parecía importarle demasiado el asunto.
Excepto a su compañero felino, y a nosotros.
¿No
pueden hacer nada? Se encogió de hombros. Ni me han contestao.
Me da mucha pena. Y a mí, intercedió su amigo. Bueno. Adiós,
buenas noches. Buenas noches. Sus bicicletas se alejaron calle
arriba. El gato de ojos amarillos seguía mirando el cuerpo de su
pequeño compañero, maullando lastimeramente. Siguió ahí durante
el resto de la noche. Pude oír cada quejido desde mi ventana. Yo
tampoco dormí. Ojalá pudiera haberle hecho comprender de algún
modo lo que acababa de suceder. O quizás fuese mejor así.