Buscar este blog

jueves, 22 de octubre de 2020

Antología: Los hijos de los hijos de los hijos de la ira

 


La revista literaria Apostasía está preparando una antología que verá la luz en los próximos meses, y en la que tengo el grandísimo honor de participar junto con muchos otros escritores y poetas que os invito a que leáis y conozcáis. 

Los contenidos de Apostasía transitan entre la literatura, la creación artística y la crítica cultural, reuniendo miradas agudas, interrogantes, inquisitivas y por supuesto, siempre apóstatas. Con un total de doce números publicados hasta la fecha, nos brindan desde la ciudad de Salamanca una oportunidad única de reflexión, creación y recreación literaria con las publicaciones digitales que están totalmente disponibles para su uso y disfrute en este blog

Para conocer al maravilloso catálogo de autores que formarán parte de esta antología y estar al tanto de las últimas noticias y publicaciones, recomiendo que sigáis a Revista Apostasía en Twitter (@revistapostasia) y en Instagram (@apostasiarevista). 


domingo, 23 de agosto de 2020

Tan bello

Domingos en conserva,

esperando sentada

a que el dolor

se vuelva arte.

Así me contaron

que sucedía.

Sábanas arrugadas,

canciones tristes.

Palabras más profundas,

más sabias,

más certeras;

puñales

más afilados

que los míos.

Cierro los ojos.

Contengo el aliento.

Tan,

tan bello

que duele.


lunes, 3 de agosto de 2020

Noche sin luna

¿Por qué no se ve la luna? Porque es nueva. Si fuera nueva se vería. Las cosas nuevas destacan. Si no cómo sabes si son nuevas o viejas. No es eso, tonto, es que se llama así. Luna nueva. La luna nueva nunca se ve, está oculta. Víctor se encogió de hombros. La respuesta no terminaba de convencerle, pero la mirada que le dirigió su hermana no invitaba a seguir preguntando. Siempre habían ejercido un poder extraño sobre él, esos ojos. Sobre él y sobre cualquier criatura viviente que se topase con ellos. Excepto su padre, claro. Pero su padre ya no era su padre. Todo por culpa de la botella, o eso decía mamá. Sabina tenía unos ojos grandes y brillantes que parecían contener todos los secretos del Universo. Eran negros como la noche, con una mancha color miel en el iris que se abría paso entre la oscuridad cual relámpago cruzando el cielo. Dice la madre Amalia que el mismísimo Diablo ha subido desde los infiernos para marcarme el iris con su tridente, alardeaba ella. Serían las enviadas de Dios, pero ni todas las monjas del mundo lograrían meterla en cintura, por más que se empeñaran en ello. Y vaya si lo hacían. Su madre siempre decía que la pobre sor Amalia estaba a tres travesuras más de Sabina de colgar los hábitos y mudarse a Marbella. Entonces Sabina miraba a su hermano con una sonrisa encendida de vivo orgullo. Esa se ha pensado que puede conmigo, pues lo lleva claro, le susurraba a escondidas. Víctor se sentía seguro con ella. Incluso allí, caminando casi a tientas entre calles a medio hacer y descampados, de madrugada y tan lejos de casa, Sabina seguía oliendo a hogar. Todo iría bien mientras permaneciesen unidos.

Avanzaban entre calles vacías cuando una vigorosa luz que parecía surgir de la misma noche los deslumbró. Sabina se situó delante de él y lo empujó suavemente con la punta de los dedos para asegurarse de que permanecía tras ella. De todos modos, él no tenía ninguna intención de separarse de su hermana. No en aquel lugar, y mucho menos aquella noche. El coche frenó en seco a su altura, produciendo un chirrido agudo que sacudió cada una de sus vértebras. Tan solo podía tratarse de una persona. Venga niños, ya está bien de estupideces, juro que no me enfado. Víctor, resignado, hizo amago de subir al coche. Pero el pequeño cuerpo de Sabina se había transformado de repente en una columna de piedra, firmemente clavado al suelo y casi igual de duro. Dejó caer la mano sobre el hombro de su hermano y lo acercó a ella un poco más. Voy a contar hasta ocho. La voz de su padre resonaba ahora como si una orquesta de ultratumba estuviese anunciando el final de los tiempos. Víctor alzó los ojos preñados de lágrimas hacia su hermana, que continuaba mirando al frente, desafiante. El relámpago color miel se mostraba aún más brillante, retando a la oscuridad que lo rodeaba. Desde fuera podía parecer que Sabina no le tenía miedo, pero Víctor notaba cómo le sudaban las manos, cómo se le crispaba el vello bajo aquel armazón invisible. Su padre bajó del coche, un Citroën blanco que estaba más cerca de ser chatarra que vehículo, y avanzó hacia los niños. Sabina retrocedió unos pasos, dando comienzo a un retorcido vals improvisado. Ahora el relámpago parecía brillar con luz propia, o así lo percibía Víctor. Sé que las cosas no han ido muy bien hasta ahora. Soy consciente. Pero con quién vais a estar mejor que con vuestro padre, dijo en apenas un susurro. Dirigía la vista al suelo con visible nerviosismo. Y sobre todo,-  clavó los ojos en los de su hija al tiempo que su voz se tornaba fría y cortante como una estalactita de hielo- ¿a dónde coño os creéis que vais? ¿Quién querría hacerse cargo de un par de niñatos de mierda? Joderme es todo lo que sabéis hacer. Ahí estaba. De nuevo era la botella la que hablaba a través del cuerpo de su padre. No quedaba ni rastro de la suavidad del principio. Víctor empezó a temblar, pero Sabina permanecía firme, a pesar de que el sudor de sus manos amenazaba con convertirse en un torrente salado resbalando sobre los hombros de su hermano pequeño. Víctor odiaba cuando los espumarajos de saliva se acumulaban en las comisuras de la boca de su padre. Allí clavado, tan solo era capaz de mirarlos fijamente mientras él escupía una palabra tras otra, al tiempo que la vena de su cuello se iba haciendo más y más grande. Ya debería estar acostumbrado a sus erupciones, pero lo cierto es que siempre lograban helarle la sangre como si fuese la primera vez. Nadie quiere habituarse a ese tipo de cosas, por si algún día el “no volverá a suceder” se hiciese realidad. Sabina permanecía quieta y callada, respirando pausada pero sonoramente. Su padre no apartaba la vista de ella. Vale, dijo. Si eso es lo que queréis, empezaré a contar. 

Uno. 

Víctor estaba en la cocina, tratando de llegar al estante más alto, donde su madre solía guardar las galletas de chocolate. Hasta la merienda nada, y me las pides a mí que si no te atiborras, repetía ella. Arrimó la silla a la alacena, pero aun así era difícil alcanzar la última balda. Se puso de puntillas. Su madre entró en la cocina llorando y balbuceando. No entendía por qué se ponía así, tan solo eran unas galletas. En seguida vio que su padre iba tras ella, con la cara encendida de rabia y agarrándola del pelo. Aquí, delante del niño, ¿no? Para que vea lo malo que es su padre, para que vea lo hijo de puta y lo cabrón que soy. Pero no sabe lo zorra que es su madre. Eso no se lo cuentas. Cuéntaselo a tu hijo, venga. Díselo. Víctor se quedó clavado mientras contemplaba a su madre, cuyas lágrimas brotaban como torrentes. En ese momento deseó ser gigante y poder apartar de un manotazo a su padre y abrazar a su madre y calmarla hasta que se quedase dormida. Hasta que olvidase las cosas horribles que él le decía. Pero en lugar de eso se quedó allí, inmóvil frente a la estantería de la cocina, observando la escena como si formase parte de otra realidad, como si su mundo no se estuviese tambaleando. Como si la sangre no se volviese lava espesa en sus venas cada vez que veía a su madre humillada de ese modo. ¡Díselo!, espetó él. Le oprimió la mandíbula con fuerza y la obligó a mirar a Víctor, que se había convertido en una estatua inerte sobre aquella silla que lo elevaba como un pedestal. Soy una zorra, logró pronunciar su madre entre sollozos. Su padre tiró de ella, arrastrándola por el pasillo. La cocina volvió a quedar en silencio. Tan solo se escuchaban gritos ahogados que provenían de la habitación del fondo. Víctor se prometió a sí mismo que jamás volvería a comer galletas de chocolate. 

Dos.

Sabina nunca lloraba. Al menos no por los ojos. Pero Víctor había descubierto que existían infinitas formas de llorar. Como por ejemplo rascándose el dorso de la mano hasta hacer sangrar la piel y no parar aunque tu madre te zarandee y te suplique que lo dejes. Papá también lloraba a su manera. Pero en lugar de arañarse la piel, agarraba la botella hasta perder la noción de la realidad. Entonces comenzaba a balbucear y a gritarle al televisor, y cuando se cansaba de no obtener respuesta comenzaba a gritarle a su mujer. A menudo caía inconsciente y podían pasar una noche tranquila. Otras veces ni siquiera aparecía por casa. Pero había noches en las que la mejor opción era cerrar los ojos y rezar para que la maraña de gritos confusos y pasos errantes no se topase con ningún motivo con el que dar rienda suelta a su ira. Aunque cualquiera podía ser un motivo válido llegado el momento. 

Tres.

Sabina tenía doce años, y ya cargaba sobre sus hombros mucho más peso del que cualquier persona adulta podría soportar. Siempre lograba -y nadie sabía  cómo- mantenerlo todo bajo un relativo control. Despertaba a su hermano, preparaba el desayuno, limpiaba, hacía la compra y hablaba con el casero y con la compañía eléctrica. ¿Que no han recibido el ingreso? Debe de haber un error. Mañana hablaré con el banco. Tenemos problemas con el cambio de cuenta. Sí, lo estamos arreglando. Será eso entonces. Espero que se solucione pronto. Gracias por avisar, hasta luego.

Cuatro.

Ese día, además de realizar las tareas habituales, Sabina se encargó de preparar su mochila y la de su hermano con ropa limpia, comida y algo de dinero, apenas cinco euros en monedas pequeñas que había conseguido reunir rebuscando aquí y allá durante la semana. Sabía que su madre llegaría a casa con el sueldo del mes. Su padre también lo sabía y la estaría esperando, listo para reclamar su parte. Acudiría entonces al bar más cercano a saldar deudas y a gastar en tragos lo que su bolsillo y su hígado le permitiesen. A modo de celebración. Ellos aprovecharían ese momento para salir de casa con sigilo y dejar que sus pasos los llevasen tan lejos como fuera posible, hasta estar seguros de que él jamás lograría encontrarlos. ¿Y qué pasa con mamá? Las lágrimas anegaban los ojos de Víctor, pero se dejó guiar por su hermana mayor. Mamá solo sabe llorar y poner excusas, y tú vas a acabar igual como sigamos allí. Tenemos que volver a por ella. No. Papá se va a enfadar. Papá siempre está enfadado. 

Cinco.

La noche se cernía sobre los niños, que avanzaban con decisión entre descampados, botellas de cristal hechas añicos, coches desmontados en piezas y edificios industriales abandonados. Un perro callejero comenzó a seguirlos. Los hermanos contaron desde entonces con la compañía silenciosa de un centinela improvisado, un ángel de la guarda podenco que parecía haber intuido que cualquier protección adicional sería bienvenida.

Seis.

Ahora vas a tener que portarte como un niño mayor, ¿está claro? Te juro que haré todo lo posible para que no nos separen, pero nunca se sabe. Quiero que seas fuerte, pase lo que pase. Lo más importante es llegar a la ciudad. Una vez allí, todo será más fácil. Habrá que andar mucho, y puede que la policía nos pare. Y si lo hacen, todo será un circo y podrían enviarnos a lugares distintos. Lo he buscado en Internet. Iremos a la estación de autobuses y esperaremos allí hasta que amanezca. Después iremos al pueblo de mi profe de Historia. Sé donde vive. Bueno, más o menos. Se lo vamos a contar todo y ella nos ayudará, te lo prometo. A menudo nos habla sobre el machismo, y eso es lo que hace papá. Como de mayor seas como él te pienso cortar los huevos personalmente, que lo sepas. Víctor paró en seco y le dirigió a su hermana una mirada de absoluto terror. No me mires así, sonrió. Eso no va a pasar. Reanudaron el paso, con las suelas desgastadas de sus zapatillas chirriando sobre el asfalto. 

Siete.

Llevaban un buen rato caminando, pero no parecían avanzar. Víctor se sentía como en uno de esos sueños en los que sin importar el empeño que le pongas, el mundo entero se obstina en perseguirte, impidiendo cualquier intento de huida. Pero no fue hasta que los faros del vehículo los deslumbraron cuando dio comienzo la auténtica pesadilla.

Ocho.

Terminó de contar. Sus corazones dieron un vuelco cuando vieron que su padre volvía a entrar en el coche. Me agotáis la paciencia, gritaba. Giró el volante bruscamente, tratando de cerrarles el paso, pero ellos lograron bordear el vehículo. Sabina apretó la mano de su hermano con fuerza y empezó a correr. Víctor apenas podía seguir su ritmo, y se hacía aún más difícil a causa del temblor de piernas que lo invadía cada vez que su padre se aproximaba. Y estaba cada vez más cerca. Solo intenta asustarnos. Sabina trató inútilmente de calmar a su hermano. Los faros del coche quedaban a escasos centímetros de su espalda. Víctor comenzaba a pensar que en esa ocasión no se trataba de una simple advertencia. Sin un ápice de vacilación, Sabina empujó a su hermano para apartarlo de la trayectoria del coche, con la intención de saltar ella después. Justo cuando comenzaba a tomar impulso para hacerse a un lado, el vehículo impactó contra el liviano cuerpo de la niña. Salió disparada, iniciando un breve vuelo que terminó con su delgado cuello aterrizando sobre el bordillo. 

Víctor corrió hacia su hermana. Su padre bajó del vehículo con la tez pálida como un fantasma. Por favor señor no, te lo ruego, repetía al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza. Pero ni todas las plegarias del mundo podían ya deshacer lo ocurrido. El centinela podenco ladraba y gruñía, trotando alrededor de la escena. Víctor se sentía muy lejos de allí. La voz de su padre apenas era un eco lejano. Clavó la mirada en los ojos de su hermana, que permanecían abiertos de par en par. Le parecían de repente tan distintos. Tan vacíos. Como si fuese una muñeca de trapo abandonada sobre aquel sucio bordillo. Todo había sucedido de la forma más absurda, lejos de los escenarios trágicos de las películas de superhéroes. Sin tormentas repentinas o gotas de lluvia regando su cuerpo sin vida. Tan solo el cri cri de los grillos y los aullidos lastimeros de un perro callejero en una vulgar noche de verano. Un reguero de sangre recorrió el filo de la acera hasta desembocar en una alcantarilla en la que un ramillete de jaramagos se alzaba desafiante, queriendo dejar por escrito que ni todo el asfalto del mundo lograría ahogar su amarilla insolencia. El relámpago se apagó para siempre en mitad del vasto silencio de aquel descampado, en compañía del clamor insonoro de una noche sin luna. 


lunes, 13 de julio de 2020

Garcilaso

Era enero,
pero un sol tímido
-a media asta-
calentaba los huesos.
Asomó por la esquina,
alto y desgarbado.
Murmuraba algo.
Estaba en la calle,
según dijo.
En el sentido más estricto
de la expresión.
Comentó algo
sobre un familiar enfermo.
Y luego está
lo de Garcilaso.
Tenía libros escondidos
en rincones clave
de la ciudad.
Solo libros,
-decía-
ese es mi equipaje.
Y aquello
sobre Garcilaso.
Recitó
un verso tras otro,
las sílabas resbalando
suavemente.
Las manos en los bolsillos
y la mirada distante.
Quise decir algo,
pero no sabía
por dónde empezar.
Se giró
sin aguardar respuesta.
Se alejó
mascullando algo,
quizás sobre Garcilaso.


miércoles, 1 de julio de 2020

Sanguijuelas negras


curación / drenaje / amenaza / miedo

Anoche soñé con sanguijuelas negras. No sé lo que significa, si es que ha de significar algo. Si los sueños tienen sentido. Si el despertar tiene sentido. De cualquier modo, anoche soñé con sanguijuelas negras y ahora todo parece más oscuro. De existir un plan último, un fin, sería cruel que el universo nos enviase señales veladas en forma de sueños. Por qué no decirlo directamente. Para qué tanto misterio. Qué ganan el destino o dios o la fatalidad diseminando pistas simbólicas dentro de los sueños, de las estrellas, de las cartas o los posos del café. ¿Buscan acaso darnos una insuficiente ventaja sobre los asuntos de la vida, sobre los asuntos de la muerte y todo aquello que sucede entre la una y la otra? Como un cuasi-ganador que al enfrentar la inevitable derrota tiene una esclarecedora visión que resuelve la jugada, eso sí, demasiado tarde.

Divago porque anoche soñé con sanguijuelas negras, y aunque en el fondo sé que no significa nada, que ningún sueño – que ninguna cosa real o irreal que experimentes a lo largo de tu vida – significa gran cosa, desperté inquieta. Mantuve, atesoré esa inquietud y sigo inquieta mientras escribo estas líneas. Seguir, mantener, permanecer en un estado de no seguimiento, de no mantenimiento, de no permanencia. La quietud de la inquietud, la inmovilidad de la agitación. Un ejercicio contradictorio. Pienso en las sanguijuelas como el método de curación que fueron en su momento: tan lógico en apariencia, tan respaldado por autoridades intelectuales como absolutamente ineficaz.

Jamás he visto una sanguijuela fuera del marco seguro de una pantalla. Pienso en cómo la propia palabra suena lánguida y despreciable; en cómo las letras que la forman son escupidas una tras otra, expulsadas con asco más que pronunciadas. S a n g u i j u e l a, susurro lentamente, deteniéndome en cada fonema.

Soñé con sanguijuelas negras, y volví a escribir tras un tiempo de insoportable inactividad. Quizás no hay, después de todo, ninguna amenaza. No hay miedo más allá del mundano terror de la existencia cotidiana. Quizás las sanguijuelas son solo sanguijuelas, y los sueños solo sueños. Quizás el miedo es el impulso visceral, puro y primario que nos motiva a continuar.



jueves, 18 de junio de 2020

Cine de verano


Un río efímero
de detergente y agua
desciende sobre las piedras calientes.
Siento la húmeda caricia
del vapor que emanan.

El sol ha golpeado
sin piedad las calles,
que respiran ahora tranquilas
bajo la guardia
de la luna llena.

Cine al amparo de las estrellas,
películas de amores perdidos
y tiempos pasados.
De encantador sufrimiento
y quebrado encanto.

Colores y formas revistiendo la noche,
sobre el muro encalado
de un patio de vecinos.
Aroma a jazmín, sillas de plástico
y palomitas rancias.

Y al girar la esquina,
el riachuelo que discurre misterioso
en medio de la ciudad,
como una serpiente plateada
sobre el pavimento de piedra antigua.



lunes, 1 de junio de 2020

Día 13: Autorretrato


Ojeras como surcos al pie de una carretera, profundas e incurables porque soy miope y nunca duermo bien.

Cráteres, cicatrices testimonio de un terrible acné que me amargó la adolescencia. Soñaba cada día con arrancarme la piel.

Me avergonzaba que todo el mundo pudiese ver aquello. Que pudiesen verme a mí. Es entonces cuando empecé a tener un sexto sentido tan inútil como imaginario, una voz que insinuaba a cada momento que cualquier susurro de cualquier persona en un radio de diez metros sería seguramente una burla sobre mí.

Tampoco me gustaba mi nariz. Demasiado grande, demasiado rara. El pelo y los ojos oscuros, estándar, corona mediocre en un rostro sin gracia.

Empecé a pensar que si de verdad me esforzaba en ocultar todo lo que era, quizá podría engañarlos. Quizá podría hacer a la gente creer que yo también era bonita y feliz y normal.

Niña fea y triste y rara, nunca me pude librar de ti.

                  Hoy me miro al espejo y veo lo que veía entonces.

                                   Hoy una certeza me atrapa:
                                                                                   es inútil huir.



lunes, 25 de mayo de 2020

Día 12: La Inspiración

Vuelo alto
sin miedo a caer,
aunque sé
que ocurrirá.

Hundiré de nuevo
mis pies
en la tierra estéril,
en el polvo gris.

En este instante
nada importa,
y menos el barro
y menos la Muerte.

Vuelo alto,
                    despego,
                                    ligera
                                              como un pájaro.

La caída
será tan solo
la prueba
de haber volado.



lunes, 18 de mayo de 2020

Día 11: Rencor y Olvido


Rencor,
Olvido.
Marchan uno
junto al otro.
Un Olvido que es mentira y un Rencor que es más furia encendida que viejo quebranto. Uno que da fuelle y el otro que apaga, odiándose sin ser capaces de matarse, queriéndose a pesar de todo.

Rencor,
Olvido,
dos caras
de una misma moneda.
Un Olvido cobarde y tembloroso y un Rencor arrogante y llorica que se dan la mano porque nacieron juntos y juntos van a morir.

Rencor,
Olvido,
llanto quedo del corazón,
lluvia fría y amarga.



lunes, 11 de mayo de 2020

Día 10: La Pena


Honda pena sin nombre,
sin rostro,
sin voz.

Honda pena perenne
pero no para,
no pone peros.

Solo nuestra es la pena,
tan tuya,
tan mía.

Honda pena negra
de hierro oxidado,
de sangre seca.

Te celebran,
pena,
te bailan, te cantan
                        
                              a ti, pena.

Tú nos mueves,
pena,
en tu noche, siempre tuya,

                               tan tuya, mi pena.



lunes, 4 de mayo de 2020

Día 9: El Consuelo


El Consuelo
tiene alas suaves
y voz profunda.
Levanta
mi cuerpo encogido
con sus redes
de seda.

Todo está bien,
susurra.
Quisiera
permanecer así
para siempre.
Quisiera
no sentir miedo.

Todo irá bien,
susurra.
Pero sé
que es mentira.

También El Consuelo
me abandona.
También sus suaves alas
alzan el vuelo.

La tierra fría
me envuelve.
No me abandones,
grita una voz
que no es la mía,
que soy yo
de ella.

El Consuelo,
con voz queda,
se disculpa
y se aleja.

Trago afilados cristales
que rompen mi voz.
No te vayas,
no te vayas.
Marcha,
y solo el silencio
me acuna.



lunes, 27 de abril de 2020

Día 8: La Esperanza

Paso incierto

ante el desierto blanco.

Ruido constante,

vomitando en sílabas

la enmarañada madeja 

de susurros volátiles.


Despierto,

quebrando una pesadilla,

de esta tormenta

de miedo y angustia.

Arranco a tejer

un silencioso vacío. 


Entre lagos de hielo afilado

brama un nuevo sol.

Vendrán cosas buenas,

asegura,

nacerá otro día,

cuando todo acabe. 





lunes, 20 de abril de 2020

Día 7: Escalofrío


... la angustia esta angustia que me arrastra corriente abajo sus aguas se clavan en la piel como un millar de agujas heladas salgo a flote y vuelve a derribarme lucho por conseguir una bocanada de aire que me sabe a hiel frío y calor temor a quedarme a solas conmigo misma pierdo el control de mi cuerpo me doy miedo me doy miedo me doy miedo por encima de todo lo demás me doy miedo...



Día 6: Cobardía

martes, 14 de abril de 2020

Día 5: La Vejez


Temo mirarme al espejo cualquier mañana y no ser capaz de reconocerme. Ver las venas verdes y abultadas a través de la piel translúcida de mi mano temblorosa.

Temo el presente,
su incesante deslizar,
su forma de clavarnos en la carne

cada

segundo

que pasa.


lunes, 6 de abril de 2020

Día 4: La Muerte


Muerte,
carta en blanco.

Poco importa
qué digan los vivos.

Blanco puro,
cegador.

Arrogancia, consuelo,
describirla es matarla.

Muerte blanca y pura,
carta final.



lunes, 30 de marzo de 2020

Día 3: La Tristeza


No siento miedo cuando estoy triste. La tristeza es una balsa profunda que te atrae al fondo dulcemente, casi sin darte cuenta. Te mece y te sumerge y te sientes como un feto flotando en el útero materno.

Entorno conocido.

Un viejo amigo.

La tristeza es oscuridad tierna y serena.



lunes, 23 de marzo de 2020

Día 2: La Angustia


Cierro los ojos.
Alambre de espino
a mi alrededor.
Se curva y retuerce
dibujando mi silueta,
y se acerca.

Tendida en el
frío mármol.
Gritando
sin voz,
llorando
sin lágrimas.

Como una anaconda
que me acecha,
buscando alcanzar
mi cuerpo,
hincar sus espinas de metal
en mi carne blanda.

En la punta de mis dedos,
en la planta
de mis pies.
Lo noto
alrededor de mi garganta,
deslizándose.

Alambre frío
y caliente,
tibio de muerte
y henchido de vida,
latir inquieto
de un dolor descarnado.




Día 1: La Calma

Es esta calma asesina,
es esta
maldita
calma.
Una sonrisa huérfana
se congela
en mi boca.
No quiero esta calma,
esta
insufrible
calma.

Siento ya su aliento,
los colmillos
en mi garganta.
Con la frente despejada
y la expresión serena
aúllan mis ojos vacíos.
Lo siento lejos,
pero ya lo siento.
Aún lejos,
pero sé
que vendrá.

Es esta calma asesina,
esta
maldita
calma.
Cuento los segundos,
se estremecen mis vértebras
una a una.
Alejadme de esta calma,
esta
insufrible
calma.

Mi aliento es ceniza,
mis párpados cuchillas.
Caen de nuevo los días,
uno sobre el otro,
amontonados
como las ruinas
de un castillo de naipes.
En medio de la calma,
esta
agotadora
calma.



jueves, 19 de marzo de 2020

Café y tostadas


Le gustaba desayunar fuera de vez en cuando. Sentaba bien salir de casa de sus padres y recibir los rayos de aquel sol del sur a través de los párpados entornados y pasear por esas calles que ya apenas recordaba. Pisaba como por primera vez aquellas estrechas aceras plagadas de surcos en los que se acumulaban los charcos en otoño, prestando atención a cada losa traicionera de aquellas que solían levantarse para arruinarle los bajos del pantalón camino del instituto. Las había recorrido tantas veces: mientras crecía y aprendía lo que era el dolor a base de resbalones y rodillas desolladas, y después mientras maduraba y volvía a aprender lo que era el dolor dando un último beso furtivo en alguna esquina. En el camino se cruzó con personas a las que llevaba años sin ver, años que habían pasado sin pena ni gloria. Años que en aquel momento le parecían semanas. Su madre se agarraba con fuerza a su brazo derecho, dejándose caer levemente cada vez que apoyaba en el suelo la pierna mala. Parecía conocer a todo el mundo. Y si no lo hacía, al menos fingía de maravilla alzando las cejas y sonriendo a cada persona que encontraban. Aquí vamos, señaló. Victoria empujó la puerta y la sostuvo para dejar que su madre pasase primero. Echó un vistazo a su alrededor, tratando en vano de detectar algún rostro conocido. La cafetería estaba llena de gente mayor, lo cual no debería sorprenderle, ya que solo alguien en edad de jubilación podía permitirse salir a desayunar churros con toda tranquilidad un miércoles a las diez de la mañana. Su madre saludó a varias de ellas desde la distancia mientras se dirigían a una pequeña mesa redonda con dos sillas de madera oscura dispuestas frente a un ventanal. Victoria pensó que era un rincón agradable. Mira, susurró su madre mientras le apretaba el antebrazo con disimulo. A tu izquierda. Victoria miró de reojo. Esa es la Julia. La madre de aquella niña que estaba en el colegio contigo, ¿te acuerdas? Aquella morena tan bajita, Vero... Vero Robles. Victoria asintió en silencio. Pues la madre es de mi edad, ¿te lo puedes creer? Qué vieja está, por Dios bendito. ¿No? Sonrió. La camarera, una mujer delgada de unos cincuenta años con el pelo teñido de rojo oscuro, se acercó a la mesa.
Muy buenas, Toñi, dime qué te pongo.
Hola, Rosa. Anda, que echas más horas que el sol. Mira, ponme un descafeinado de máquina con leche y unos churros pero unos poquitos para probarlos nada más, y una napolitana de chocolate. Y a mi hija... ¡Ay, que tú no la conocerás ya! Victoria, ¿tú te acuerdas de Rosa?
Claro, mintió ella, y se levantó a darle dos besos. Para mí un té verde y media de mantequilla, por favor.
Ahora mismo, dijo Rosa. Muy guapa eh, añadió dirigiéndose a su madre, y después se alejó hasta desaparecer tras la barra de granito.
Hay que ver Rosa las hartás de trabajar que se pega eh, comentó. Victoria asintió. Pensaba en la mudanza, en todo lo que dejaba atrás. Pensaba en las calles atestadas de Madrid y en el oscuro apartamento y en los largos paseos desde el trabajo que por algún extraño motivo le resultaban tan agradables, aunque ni el trayecto ni aquella hora de la tarde tenían nada particularmente bello. Pero sobre todo pensaba en Roberto. En Roberto diciéndole que ya no sentía lo mismo, que no merecía la pena. En Roberto acariciándole el pelo mientras ella lloraba hecha un ovillo en el sofá.
Tú sabes todo lo que le ha pasado, ¿no?
¿Eh?
A Rosa digo.
Ah, no. Y tampoco es que le importase demasiado, dadas las circunstancias. Ya tenía bastante mierda en la que pensar, y no entendía por qué su madre seguía insistiendo en sacar conversación sobre personas de un pueblo que si por ella fuera bien podría ser absorbido por una enorme grieta y acabar varado en el último puto círculo del infierno.
Pues su hija, que tendrá ahora veintipocos, se quedó embarazada con diecisiete. Y el novio se fue por ahí, o lo dejaron, o las dos cosas. No sé. El caso es que tuvo un niño, y encima el niño le salió mal. Continuó su madre.
Victoria asintió. No estaba muy segura de a dónde pretendía llegar con esa conversación, si acaso no era consciente de que su hija estaba pasando por un mal momento y quizás lo último que necesitaba era escuchar las tragedias de los demás. Que tal vez solo quería tomarse su té en silencio mirando por la ventana, rodeada de ancianos que hablaban sobre el inusual buen tiempo de aquel febrero. Recordó que aún tenía que empaquetar los libros y los DVDs, aunque de todos modos para qué podía servirle ya un DVD si ni tan siquiera tenía reproductor. Objetos inútiles acumulando polvo, como esa inútil tristeza o la inútil sacarina descansando en el borde del platillo. En su cabeza resonaba la voz de Roberto diciendo que dejase de hacerse la víctima. Pero aquella vez tenía derecho, ¿o no? Después de todo él la había dejado y la había echado de su apartamento y de su vida y de Madrid, y la había condenado a volver a aquel pueblo perdido del que apenas guardaba un único buen recuerdo.
Trabaja muchísimas horas, no para. Y mantiene a su hija, claro. Y al nieto. Porque el padre no da señales. Me dice el otro día, Toñi, ¿sabes a qué hora terminé ayer? Y me dice, a las diez y media de la noche. Llegué a mi casa a las once y pico, desde las siete de la mañana. Y es una cafetería eh, pero claro, entre el desayuno, el café, la media tarde, la gente se queda y después tienes que fregar el cuarto de baño, y recoger las sillas, y limpiarlo todo, y barrer el suelo, y cerrar. Total, a las once de la noche. Y me dice, llego y estaba todo recogido. Victoria permanecía en silencio, mirando a través de la ventana, y quizás también a través de las propias calles y los edificios, y a través de las personas que pasaban, hasta fijar la vista en algún punto imperceptible, muy lejos de todo aquello. ¿Me oyes?
Victoria la estaba oyendo, pero apenas prestaba atención a lo que decía. Algo sobre la camarera y las horas que trabajaba. Qué importaba eso en comparación con todas las cosas que le quedaban por hacer, todos los currículums que le quedaban por echar y los pisos por buscar. Era como empezar de cero. Así es como se sentía. Como si todo lo que había conseguido en su vida hasta aquel momento se hubiese esfumado sin dejar rastro, y ahora estuviese tratando en vano de hacer acopio del vapor que se escapaba sin remedio entre sus dedos, y tuviese que arrodillarse y empezar a construirlo todo de nuevo, desde los cimientos. Y a sus treinta y cuatro años, no era algo que le hiciese especial ilusión.
Sí, sí. Son muchas horas.
Pero la casa estaba recogida. Me dice Toñi, tengo un amor de hija. Es trabajadora, responsable, se desvive por su niño, lo lleva al hospital siempre, le compra la ropa, lo hace todo, todo. Y sabe que trabajo mucho y coge un domingo, un día que tiene libre, y mientras yo trabajo se pone a limpiar el piso de arriba a abajo. No sabes la suerte que tengo, me dice. ¿Te imaginas? Con todos sus problemas, y luego lo del ex marido, y dice que tiene mucha suerte. Es muy buena.
¿Qué pasa con el ex marido?
Ah, ¿no lo sabes? Ella estaba casada, pero él era un capullo y un borracho, de los hijos se desentendió totalmente. Están la pequeña, la del niño enfermo, y después otros dos hijos que son más grandes y están ya por su cuenta y también la ayudan mucho. Uno de ellos estudió algo de idiomas y está por ahí en el extranjero, y el otro muy bueno también, muy trabajador, en el taller. De mecánico. Bueno, eso era, el padre. El padre había semanas que ni aparecía por casa, total que ella como es normal se hartó y se separaron.
Claro, ella no trabajaba y tuvo que hacerse cargo de todos los niños y buscarse la vida como pudo, y ya entró a trabajar en la cafetería. Ahora está medio bien. Pero el ex marido no le pasa la pensión, y sigue en las mismas. Con sus juergas y sus historias y pasando de la familia. Dicen que se ha echado una novia ahora, una muchacha extranjera que lo querrá por los papeles me imagino, porque a ver qué le ve a un tío así.
Victoria pensó que si ella lo estaba pasando mal cuando lo único que había tenido en común con Roberto había sido un apartamento que de todos modos nunca llegó a sentir como suyo y la cuenta compartida de Netflix, no podía ni tan siquiera alcanzar a imaginar lo que supondría una ruptura con tres niños de por medio, y sin otro lugar al que acudir.
Y entonces, ¿qué le pasa exactamente al nieto?
No lo sé, una vez me lo contó pero tampoco me quedó muy claro. El caso es que hubo un problema en el parto y vamos, los médicos cuando nació lo tuvieron un montón de tiempo en la incubadora y les dijeron que no iba a llegar a los dos años. Y ya tiene tres. Es un milagro.
Al parecer su madre y ella tenían un concepto muy diferente de lo que suponía un milagro. Rosa se acercó a la mesita y depositó el descafeinado y el té, y después volvió con los churros y la tostada. Ahora te traigo la napolitana, Toñi.
Muchas gracias, apañá.
Victoria observó cómo Rosa se alejaba y recorría el resto de mesas haciendo gala de una energía abrumadora. Cogió una napolitana grande con las pinzas, la depositó en un plato y volvió a acercarse a ellas. Una vez se hubo alejado de nuevo, la madre prosiguió con su historia.
Bueno, el nieto necesita una operación ahora. Y no saben si saldrá de esta.
¿Y ella cómo se lo ha tomado?
Pues con mucha resignación. Porque, ¿qué le va a hacer? Demasiado que ha durado lo que ha durado, ¿no? Demasiado es.
Sí, supongo. Pero tiene que ser duro.
Ella me dice: Toñi, mi nieto ha sido una bendición, mi niña se desvive por él, todos lo queremos muchísimo, y hemos llegado hasta aquí. Lo que tenga que ser, será.
Es una forma de verlo.
Bueno, ¿y tú qué? Toñi clavó los ojos en Victoria, quien se encogió de hombros. Tenías muchas cosas que hacer, ¿no?
Sí, tengo que buscar piso y luego está lo del trabajo, también tengo que llamar al abogado y tengo que pedir cita con el psicólogo.
¿El psicólogo?
No estoy loca, es solo que es un momento difícil, ya sabes. No me mires así.
No, si me parece bien. Antes la gente no iba al psicólogo, iba a la peluquería o se salía al fresco con las vecinas. Pero claro, eso no lo puedes hacer en un bloque de pisos de Madrid, ¿no?
Victoria sonrió. La gente también sale al fresco en Madrid, mamá.
Sí, pero no es lo mismo. Victoria pensó que tenía razón. No era para nada lo mismo. Quizás no había sido tan mala idea volver al pueblo, al menos durante una temporada. Solo hasta pasar la peor parte.
Te iba a decir de dar un paseo por la ribera, pero me vas a decir que no tienes tiempo, ¿a que sí?
Victoria asintió.
Bueno, dijo. Puede que aún tenga algo de tiempo. Para un paseo corto.




lunes, 17 de febrero de 2020

Poltergeist


Levitamos
por un instante.
Ruido blanco,
y tu silla vacía.
Fuiste mi poltergeist,
señales confusas
que no supe interpretar.

Sentada
frente a la pantalla
durante horas,
sin nada
que mirar,
sin pistas
que seguir.

Fui tu poltergeist,
energía ciega,
fuerza bruta y hostil
sin canalizar.
Tampoco yo
puedo saber
qué intentaba decirte.



lunes, 10 de febrero de 2020

El jaramago


Era una tarde de junio. El sol ya apretaba con fuerza, pero aún no ahogaba como en julio ni secaba la garganta como el de agosto. Lola se había levantado esa mañana a eso de las siete para dejarlo todo listo antes de irse a trabajar. Cuando salió por la puerta ya había fregado el cuarto de baño, limpiado el polvo, puesto una lavadora y dejado la comida medio hecha, y no eran ni las diez. Aprovechó las horas muertas de la lánguida tarde antes de volver a la oficina para echar un vistazo a la lápida de sus padres. Su hermana ya le había comentado que en una de las esquinas un pedazo de granito se había desprendido, y estaba dándole vueltas a cuánto costaría repararlo. Sabía que su madre se revolvería en su tumba de saber que su morada para toda la eternidad andaba hecha unos zorros.

Lola se plantó delante de la tumba de Josefa Campos y Benito Aranda, se remangó, remojó el trapo y fregó cada esquina a conciencia. Cambió las flores ya marchitas por unas nuevas, repasó cada una de las letras y se aseguró de que todo estaba en orden. Fue entonces cuando reparó en aquel jaramago rebelde que asomaba por la grieta del lateral derecho, la tierna florecilla que a fuerza de empeño había logrado quebrar el duro granito. Cómo puede ser esto, murmuró para sus adentros. Se arrodilló, agarró el jaramago con la diestra y dio un enérgico tirón. Nada. Se sirvió de la otra mano y siguió tirando, sin éxito. Aquel jaramago parecía haber echado raíces en el mismísimo infierno. Dispuesta a dejar la sepultura como los chorros del oro, Lola no cesó en su empeño de deshacerse de aquel condenado yerbajo, y tiró y tiró y tiró. De nuevo, el jaramago no cedió ni un ápice. Pues no que parece que lo tiene mi madre agarrao, pensó. No pudo evitar soltar una pequeña risotada. No le extrañaría demasiado, sabiendo lo tozuda que había sido la Pepa en vida.

Tras unos minutos de forcejeo, el tallo por fin comenzó a ceder, dando paso a una raíz que parecía infinita. Por más que tiraba no alcanzaba a ver el final. Una vez logró retirar toda la planta, observó exhausta la extraña flor. Se preguntó qué clase de jaramago era capaz de echar semejante raíz de un día para otro. Una vez el pequeño agujero de la lápida había sido despejado, pudo ver con claridad la tierra que cubría los ataúdes de sus padres. Si hubiese sido más supersticiosa probablemente le hubieran dado escalofríos. Pero se limitó a sonreír. Un poco más abajo se encontraba la madera del ataúd de su madre, y dentro de éste un amasijo de huesos que una vez dieron vida a la persona que a su vez se la había entregado a ella. No dejaba de ser curioso. Lola pensó que si acaso existía eso del Más Allá, bienvenido era. Y si no fuese así, ya ninguna fuerza del Universo podría arrebatarle lo vivido. Y esa certeza era más que suficiente.

domingo, 2 de febrero de 2020

La entrevista

Jorge salió de casa cuarenta minutos antes de la entrevista. Tomó un café cortado en un bar, de pie en la barra, treinta minutos antes. Se lavó las manos y se atusó el pelo con la punta de los dedos y se alisó la camisa quince minutos antes. Cinco minutos antes de la entrevista estaba fumando en la puerta de aquel edificio gris, haciendo tiempo hasta las en punto. Diez minutos después de las nueve seguía allí, con el cigarro ya consumido colgando de su mano izquierda.

¿Era necesario entrar? ¿Era necesario todo aquello?

domingo, 26 de enero de 2020

Gatos callejeros


Era una noche de finales de Agosto un tanto rara, más espesa de lo habitual. Salía de mi casa con la intención de robarle a la ribera del río algún resquicio furtivo de aire fresco. El parque, el descampado, el riachuelo, la litrona de alhambra y los tres o cuatro de siempre. Por aquí no se necesita, o quizá no se aspira, a mucho más. Bajando por mi calle no se oía gran cosa, excepto un vago rumor procedente de la terraza del bar de la esquina, ya escupiendo poco a poco a los últimos clientes, que no parecían tener intención de irse.
Allí fue donde lo vi. Un pequeño bulto al principio, apenas una mancha oscura en mitad de la carretera. Conforme me iba acercando la imagen se hacía más nítida. Era un gato pequeño, un animalillo blanco y negro al que ya había visto varias veces rondando por allí, escondiéndose debajo de la plataforma de chapa de la terraza del bar cada vez que los pasos de algún transeúnte se aproximaban demasiado. Sus ojos de un vivo verde se habían convertido ahora en dos botones de un gris pardusco. La mitad inferior de su cuerpo apenas podía distinguirse del asfalto, y un charco de sangre oscura se esparcía con lentitud a su alrededor. Respiré hondo y traté de mirar al frente. Proseguí mi camino, con el pulso acelerado. Entonces fue cuando me encontré con aquel otro gato callejero. Lo reconocí al instante. La noche anterior lo había visto jugando con el pequeño. Se perseguían el uno al otro calle arriba, se mordisqueaban las orejas y después volvían a empezar. Yo seguía sus ideas y venidas con la mirada y sonreía desde la ventana de mi habitación. Pero aquella noche el gato mayor me miraba con sus enormes ojos amarillos, inmóvil en mitad de la acera, como exigiendo una respuesta. Al parecer, ni los gatos ni los humanos podemos aspirar a comprender gran cosa.
Estuve un rato en el banco con mis amigos, hablando de cosas sin importancia. O al menos en aquel momento no me parecía que la tuvieran. Volví a casa al cabo de una hora, preguntándome si el cuerpo destrozado de aquel gato seguiría allí. Por el camino me crucé con varios gatos más. Aquella noche vi más que nunca. Todos parecían estar de funeral, o al menos eso quise creer; que eran tan conscientes como yo lo era de lo absurdo e inevitable de la muerte. De lo absurdo e inevitable de la vida. Al pasar la esquina encontré de nuevo al gato de ojos amarillos. Me miraba y maullaba, dando vueltas alrededor de mí. Me persiguió durante un buen trecho, hasta llegar a la altura del cadáver de su amigo. Se quedó allí parado, a su lado. Yo lo acompañaba.
Dos niños de unos doce años con ese gesto descuidado que solo la infancia en el pueblo es capaz de imprimir en la carne pararon su bici frente a la escena. Sentí un escalofrío. Pensé que seguramente planeaban hacer alguna trastada con el pobre animal. Pero permanecieron allí en silencio, encaramados en sus bicicletas. Miraban al suelo. Qué pena, dijo uno de ellos. Yo permanecía quieta, a un lado de la acera. El gato de ojos amarillos miraba al pequeño, se acercaba a él, lo rodeaba y se volvía a alejar. Los niños lo observaban muy callados. Uno de ellos se dio la vuelta y se acercó al bar de la esquina a pedir ayuda. Hay un gato pequeño muerto en mitad de la carretera. Pero a nadie parecía importarle demasiado el asunto. Excepto a su compañero felino, y a nosotros.
¿No pueden hacer nada? Se encogió de hombros. Ni me han contestao. Me da mucha pena. Y a mí, intercedió su amigo. Bueno. Adiós, buenas noches. Buenas noches. Sus bicicletas se alejaron calle arriba. El gato de ojos amarillos seguía mirando el cuerpo de su pequeño compañero, maullando lastimeramente. Siguió ahí durante el resto de la noche. Pude oír cada quejido desde mi ventana. Yo tampoco dormí. Ojalá pudiera haberle hecho comprender de algún modo lo que acababa de suceder. O quizás fuese mejor así.

lunes, 20 de enero de 2020

a Federico


En este remanso de paz,
el rincón que mece y acuna
mi cuerpo marchito,
las hojas se estremecen
al son del viento invisible.

Calma.

Hay una luz encendida
en la huerta de San Vicente
número seis.
Hay una sombra ausente apostada
en el quicio de la puerta.

No.

Hoy no voy a entrar.
Me quedaré aquí
y te contaré historias con los ojos
y los muros sordos
podrán oírlas.

Calma.

Vengo a cantarte con las manos
lo que no puedo decir a viva voz.
Vengo a dejarme caer,
a preguntar sin interrogantes
cómo amaneciste hoy.

Ruido lejano.

Vengo a ser
tu silenciosa compañía,
tu muda cómplice.
Vengo a guardar tus secretos
y a confesarte los míos.

Calma.

Ya no hay luz, me dije,
no queda luz.
Está aquí, gritaste.
Pero lo hiciste
en apenas un susurro.

Quizás si...

Confieso
que he estado a punto
de no oírte.
Que he estado a punto
de no volver.

Calma.

Y la luna
- tu luna, siempre será tu luna-
asoma entre las hojas del limonero
en un eterno agosto
que congelaste al marchar.

lunes, 13 de enero de 2020

enfant terrible


He detectado que existen ciertos ciclos algo curiosos. Hoy estás bien y mañana tienes la sensación urgente de que te falta algo. Sin tan siquiera saber qué es y un poco por jugar a las adivinanzas intuyes que tiene algo que ver con la soledad. Estás bien, pero. Y ese pero te inquieta, empieza a palpitar como una molesta picadura de mosquito hasta ocupar un lugar privilegiado en tu mente que en ningún caso querías otorgarle. Pero se las arregla para estar ahí martilleando dentro de tu cabeza. Piensas en lo genial que es follar y te dices a ti misma quiero hacerlo. Quiero conocer a alguien y quiero besarlo y que me bese y me agarre el culo. Recuerdas lo bien que te sientes cuando eso pasa y después vas y lo haces con alguien que no te convence y lo haces de todos modos porque sabes que mientras no te guste demasiado no podrá hacerte daño. Eso que ocurre con algún tío cualquiera por supuesto no se parece en nada a la idea de Follar que tenías en mente pero ya está hecho. Ahora solo sientes vergüenza y te dan ganas de reír y piensas por qué lo he hecho. Y no tienes lo que hay que tener para afrontar que te toca ser la cabrona que deja al otro colgado sin más así que esperas que sea él quien desaparezca por completo y si no lo hace le contestarás por educación hasta que se haga evidente que no te gusta y te llame zorra y deje de hablarte. Te lo encontrarás algún día por la calle apartarás la mirada y pensarás que al fin y al cabo él no tenía la culpa de no gustarte. Solo se vio atrapado en una situación de mierda con una tía que trataba de alcanzar algo abstracto sin éxito. No es culpa suya seguramente era un buen tío. Pero tampoco es tu culpa joder. Te acuerdas de Morrisey cantando aquello de soy humano y solo quiero ser amado como todo el mundo y te sientes identificada pero recuerdas que Morrisey era una basura de persona y esperas no ser en el fondo otra basura humana demandante de afecto.

De todos modos lo acabas olvidando y tras un periodo prudencial de abstinencia te vuelves a descargar tinder o vuelves a enviarle un whatsapp a esa persona a la que te habías prometido no escribir más. Como una serpiente que se alimenta cada tres meses para después volver ya saciada – o sencillamente harta- a su madriguera. Me acuerdo de ese tío en concreto porque casi le conté cosas verdaderamente personales. No llegué a hacerlo por supuesto pero al parecer me sentí lo bastante cómoda como para saborear la idea de soltarlas y eso ya es algo. De todos modos no nos hemos vuelto a ver. Hablamos de películas y música, él compartió conmigo algunos grupos y yo compartí otros. No le gustó nada de lo que le enseñé. Cómo podía escuchar aquello y no gustarle era algo que no alcanzaba a entender. Cualquier ser humano es capaz de percibir determinadas vibraciones es algo casi ancestral.

No entiendes a Soto Asa porque es música del futuro.

No me hace sentir nada.

Cualquier persona que conserve el pulso siente ganas de mover el culo con esto.

Las ganas de mover el culo no son un sentimiento.

A veces es el único sentimiento que me permito. Por supuesto no dije eso en voz alta.

Me encogí de hombros. Seré demasiado sensible entonces.

Pensé en esa condición tan concreta de "persona sensible" que tan bien conocía. No dejas de ser una mindundi más en la maquinaria con tus estudios mediocres tu trabajo de mierda y tus aspiraciones corrientes. Tu casi imperceptible talento no te da ni de lejos para pagar las facturas. No eres un genio así que tus extravagancias no son tratadas como tal. Solo eres una rara. Una rara bastante normalita además. Nadie espera de ti que tengas una vida totalmente tradicional pero tampoco que te desvíes demasiado de la norma. Te dijeron alguna vez que eras brillante y te lo creíste. Tienes cierta capacidad que te separa de las percepciones habituales que intuyes tiene la gente de tu alrededor. Pero eso no te hace mejor, como alguna vez se te pasó por la cabeza cuando rondabas los 13 años. Esa idea absurda no era más que un mecanismo de defensa para paliar la tristeza que te producía saberte invisible, fantaseando con un suicidio trágico y llamativo mientras escuchabas my chemical romance cualquier sábado por la noche y llorabas hasta quedarte dormida. Descubres poco a poco que esa leve sensibilidad creativa no va a ser la llave maestra de tu venganza contra una sociedad de la que no te sientes parte y no, tampoco eres mejor que el resto. Esa insignificante sensibilidad solo te hace, una vez más, ser la rara. Entonces sientes que todo el mundo te quiere a pesar de, y no debido a. Creces y o bien te esfuerzas por encajar a toda costa o exageras hasta el extremo tus pequeñas rarezas imitando a algún genio maldito un enfant terrible un Nietzsche de marca blanca. En cualquier caso vas a terminar haciendo el ridículo.

Pero obviamente tampoco dije nada sobre esto.

domingo, 12 de enero de 2020

13 Fantasmas


Ante mí
una extensión vacía;
y muy adentro,
campos yermos
de flores secas.

La sal en los ojos,
ceniza parda
bajo la lengua.
Las palmas hacia arriba,
recibiendo Nada.

Collares de alambre de espino,
gélidas gotas de sudor
recorriendo la nuca.
La áspera lengua de 13 fantasmas
ascendiendo por mi espalda.