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jueves, 22 de octubre de 2020

Antología: Los hijos de los hijos de los hijos de la ira

 


La revista literaria Apostasía está preparando una antología que verá la luz en los próximos meses, y en la que tengo el grandísimo honor de participar junto con muchos otros escritores y poetas que os invito a que leáis y conozcáis. 

Los contenidos de Apostasía transitan entre la literatura, la creación artística y la crítica cultural, reuniendo miradas agudas, interrogantes, inquisitivas y por supuesto, siempre apóstatas. Con un total de doce números publicados hasta la fecha, nos brindan desde la ciudad de Salamanca una oportunidad única de reflexión, creación y recreación literaria con las publicaciones digitales que están totalmente disponibles para su uso y disfrute en este blog

Para conocer al maravilloso catálogo de autores que formarán parte de esta antología y estar al tanto de las últimas noticias y publicaciones, recomiendo que sigáis a Revista Apostasía en Twitter (@revistapostasia) y en Instagram (@apostasiarevista). 


domingo, 23 de agosto de 2020

Tan bello

Domingos en conserva,

esperando sentada

a que el dolor

se vuelva arte.

Así me contaron

que sucedía.

Sábanas arrugadas,

canciones tristes.

Palabras más profundas,

más sabias,

más certeras;

puñales

más afilados

que los míos.

Cierro los ojos.

Contengo el aliento.

Tan,

tan bello

que duele.


lunes, 3 de agosto de 2020

Noche sin luna

¿Por qué no se ve la luna? Porque es nueva. Si fuera nueva se vería. Las cosas nuevas destacan. Si no cómo sabes si son nuevas o viejas. No es eso, tonto, es que se llama así. Luna nueva. La luna nueva nunca se ve, está oculta. Víctor se encogió de hombros. La respuesta no terminaba de convencerle, pero la mirada que le dirigió su hermana no invitaba a seguir preguntando. Siempre habían ejercido un poder extraño sobre él, esos ojos. Sobre él y sobre cualquier criatura viviente que se topase con ellos. Excepto su padre, claro. Pero su padre ya no era su padre. Todo por culpa de la botella, o eso decía mamá. Sabina tenía unos ojos grandes y brillantes que parecían contener todos los secretos del Universo. Eran negros como la noche, con una mancha color miel en el iris que se abría paso entre la oscuridad cual relámpago cruzando el cielo. Dice la madre Amalia que el mismísimo Diablo ha subido desde los infiernos para marcarme el iris con su tridente, alardeaba ella. Serían las enviadas de Dios, pero ni todas las monjas del mundo lograrían meterla en cintura, por más que se empeñaran en ello. Y vaya si lo hacían. Su madre siempre decía que la pobre sor Amalia estaba a tres travesuras más de Sabina de colgar los hábitos y mudarse a Marbella. Entonces Sabina miraba a su hermano con una sonrisa encendida de vivo orgullo. Esa se ha pensado que puede conmigo, pues lo lleva claro, le susurraba a escondidas. Víctor se sentía seguro con ella. Incluso allí, caminando casi a tientas entre calles a medio hacer y descampados, de madrugada y tan lejos de casa, Sabina seguía oliendo a hogar. Todo iría bien mientras permaneciesen unidos.

Avanzaban entre calles vacías cuando una vigorosa luz que parecía surgir de la misma noche los deslumbró. Sabina se situó delante de él y lo empujó suavemente con la punta de los dedos para asegurarse de que permanecía tras ella. De todos modos, él no tenía ninguna intención de separarse de su hermana. No en aquel lugar, y mucho menos aquella noche. El coche frenó en seco a su altura, produciendo un chirrido agudo que sacudió cada una de sus vértebras. Tan solo podía tratarse de una persona. Venga niños, ya está bien de estupideces, juro que no me enfado. Víctor, resignado, hizo amago de subir al coche. Pero el pequeño cuerpo de Sabina se había transformado de repente en una columna de piedra, firmemente clavado al suelo y casi igual de duro. Dejó caer la mano sobre el hombro de su hermano y lo acercó a ella un poco más. Voy a contar hasta ocho. La voz de su padre resonaba ahora como si una orquesta de ultratumba estuviese anunciando el final de los tiempos. Víctor alzó los ojos preñados de lágrimas hacia su hermana, que continuaba mirando al frente, desafiante. El relámpago color miel se mostraba aún más brillante, retando a la oscuridad que lo rodeaba. Desde fuera podía parecer que Sabina no le tenía miedo, pero Víctor notaba cómo le sudaban las manos, cómo se le crispaba el vello bajo aquel armazón invisible. Su padre bajó del coche, un Citroën blanco que estaba más cerca de ser chatarra que vehículo, y avanzó hacia los niños. Sabina retrocedió unos pasos, dando comienzo a un retorcido vals improvisado. Ahora el relámpago parecía brillar con luz propia, o así lo percibía Víctor. Sé que las cosas no han ido muy bien hasta ahora. Soy consciente. Pero con quién vais a estar mejor que con vuestro padre, dijo en apenas un susurro. Dirigía la vista al suelo con visible nerviosismo. Y sobre todo,-  clavó los ojos en los de su hija al tiempo que su voz se tornaba fría y cortante como una estalactita de hielo- ¿a dónde coño os creéis que vais? ¿Quién querría hacerse cargo de un par de niñatos de mierda? Joderme es todo lo que sabéis hacer. Ahí estaba. De nuevo era la botella la que hablaba a través del cuerpo de su padre. No quedaba ni rastro de la suavidad del principio. Víctor empezó a temblar, pero Sabina permanecía firme, a pesar de que el sudor de sus manos amenazaba con convertirse en un torrente salado resbalando sobre los hombros de su hermano pequeño. Víctor odiaba cuando los espumarajos de saliva se acumulaban en las comisuras de la boca de su padre. Allí clavado, tan solo era capaz de mirarlos fijamente mientras él escupía una palabra tras otra, al tiempo que la vena de su cuello se iba haciendo más y más grande. Ya debería estar acostumbrado a sus erupciones, pero lo cierto es que siempre lograban helarle la sangre como si fuese la primera vez. Nadie quiere habituarse a ese tipo de cosas, por si algún día el “no volverá a suceder” se hiciese realidad. Sabina permanecía quieta y callada, respirando pausada pero sonoramente. Su padre no apartaba la vista de ella. Vale, dijo. Si eso es lo que queréis, empezaré a contar. 

Uno. 

Víctor estaba en la cocina, tratando de llegar al estante más alto, donde su madre solía guardar las galletas de chocolate. Hasta la merienda nada, y me las pides a mí que si no te atiborras, repetía ella. Arrimó la silla a la alacena, pero aun así era difícil alcanzar la última balda. Se puso de puntillas. Su madre entró en la cocina llorando y balbuceando. No entendía por qué se ponía así, tan solo eran unas galletas. En seguida vio que su padre iba tras ella, con la cara encendida de rabia y agarrándola del pelo. Aquí, delante del niño, ¿no? Para que vea lo malo que es su padre, para que vea lo hijo de puta y lo cabrón que soy. Pero no sabe lo zorra que es su madre. Eso no se lo cuentas. Cuéntaselo a tu hijo, venga. Díselo. Víctor se quedó clavado mientras contemplaba a su madre, cuyas lágrimas brotaban como torrentes. En ese momento deseó ser gigante y poder apartar de un manotazo a su padre y abrazar a su madre y calmarla hasta que se quedase dormida. Hasta que olvidase las cosas horribles que él le decía. Pero en lugar de eso se quedó allí, inmóvil frente a la estantería de la cocina, observando la escena como si formase parte de otra realidad, como si su mundo no se estuviese tambaleando. Como si la sangre no se volviese lava espesa en sus venas cada vez que veía a su madre humillada de ese modo. ¡Díselo!, espetó él. Le oprimió la mandíbula con fuerza y la obligó a mirar a Víctor, que se había convertido en una estatua inerte sobre aquella silla que lo elevaba como un pedestal. Soy una zorra, logró pronunciar su madre entre sollozos. Su padre tiró de ella, arrastrándola por el pasillo. La cocina volvió a quedar en silencio. Tan solo se escuchaban gritos ahogados que provenían de la habitación del fondo. Víctor se prometió a sí mismo que jamás volvería a comer galletas de chocolate. 

Dos.

Sabina nunca lloraba. Al menos no por los ojos. Pero Víctor había descubierto que existían infinitas formas de llorar. Como por ejemplo rascándose el dorso de la mano hasta hacer sangrar la piel y no parar aunque tu madre te zarandee y te suplique que lo dejes. Papá también lloraba a su manera. Pero en lugar de arañarse la piel, agarraba la botella hasta perder la noción de la realidad. Entonces comenzaba a balbucear y a gritarle al televisor, y cuando se cansaba de no obtener respuesta comenzaba a gritarle a su mujer. A menudo caía inconsciente y podían pasar una noche tranquila. Otras veces ni siquiera aparecía por casa. Pero había noches en las que la mejor opción era cerrar los ojos y rezar para que la maraña de gritos confusos y pasos errantes no se topase con ningún motivo con el que dar rienda suelta a su ira. Aunque cualquiera podía ser un motivo válido llegado el momento. 

Tres.

Sabina tenía doce años, y ya cargaba sobre sus hombros mucho más peso del que cualquier persona adulta podría soportar. Siempre lograba -y nadie sabía  cómo- mantenerlo todo bajo un relativo control. Despertaba a su hermano, preparaba el desayuno, limpiaba, hacía la compra y hablaba con el casero y con la compañía eléctrica. ¿Que no han recibido el ingreso? Debe de haber un error. Mañana hablaré con el banco. Tenemos problemas con el cambio de cuenta. Sí, lo estamos arreglando. Será eso entonces. Espero que se solucione pronto. Gracias por avisar, hasta luego.

Cuatro.

Ese día, además de realizar las tareas habituales, Sabina se encargó de preparar su mochila y la de su hermano con ropa limpia, comida y algo de dinero, apenas cinco euros en monedas pequeñas que había conseguido reunir rebuscando aquí y allá durante la semana. Sabía que su madre llegaría a casa con el sueldo del mes. Su padre también lo sabía y la estaría esperando, listo para reclamar su parte. Acudiría entonces al bar más cercano a saldar deudas y a gastar en tragos lo que su bolsillo y su hígado le permitiesen. A modo de celebración. Ellos aprovecharían ese momento para salir de casa con sigilo y dejar que sus pasos los llevasen tan lejos como fuera posible, hasta estar seguros de que él jamás lograría encontrarlos. ¿Y qué pasa con mamá? Las lágrimas anegaban los ojos de Víctor, pero se dejó guiar por su hermana mayor. Mamá solo sabe llorar y poner excusas, y tú vas a acabar igual como sigamos allí. Tenemos que volver a por ella. No. Papá se va a enfadar. Papá siempre está enfadado. 

Cinco.

La noche se cernía sobre los niños, que avanzaban con decisión entre descampados, botellas de cristal hechas añicos, coches desmontados en piezas y edificios industriales abandonados. Un perro callejero comenzó a seguirlos. Los hermanos contaron desde entonces con la compañía silenciosa de un centinela improvisado, un ángel de la guarda podenco que parecía haber intuido que cualquier protección adicional sería bienvenida.

Seis.

Ahora vas a tener que portarte como un niño mayor, ¿está claro? Te juro que haré todo lo posible para que no nos separen, pero nunca se sabe. Quiero que seas fuerte, pase lo que pase. Lo más importante es llegar a la ciudad. Una vez allí, todo será más fácil. Habrá que andar mucho, y puede que la policía nos pare. Y si lo hacen, todo será un circo y podrían enviarnos a lugares distintos. Lo he buscado en Internet. Iremos a la estación de autobuses y esperaremos allí hasta que amanezca. Después iremos al pueblo de mi profe de Historia. Sé donde vive. Bueno, más o menos. Se lo vamos a contar todo y ella nos ayudará, te lo prometo. A menudo nos habla sobre el machismo, y eso es lo que hace papá. Como de mayor seas como él te pienso cortar los huevos personalmente, que lo sepas. Víctor paró en seco y le dirigió a su hermana una mirada de absoluto terror. No me mires así, sonrió. Eso no va a pasar. Reanudaron el paso, con las suelas desgastadas de sus zapatillas chirriando sobre el asfalto. 

Siete.

Llevaban un buen rato caminando, pero no parecían avanzar. Víctor se sentía como en uno de esos sueños en los que sin importar el empeño que le pongas, el mundo entero se obstina en perseguirte, impidiendo cualquier intento de huida. Pero no fue hasta que los faros del vehículo los deslumbraron cuando dio comienzo la auténtica pesadilla.

Ocho.

Terminó de contar. Sus corazones dieron un vuelco cuando vieron que su padre volvía a entrar en el coche. Me agotáis la paciencia, gritaba. Giró el volante bruscamente, tratando de cerrarles el paso, pero ellos lograron bordear el vehículo. Sabina apretó la mano de su hermano con fuerza y empezó a correr. Víctor apenas podía seguir su ritmo, y se hacía aún más difícil a causa del temblor de piernas que lo invadía cada vez que su padre se aproximaba. Y estaba cada vez más cerca. Solo intenta asustarnos. Sabina trató inútilmente de calmar a su hermano. Los faros del coche quedaban a escasos centímetros de su espalda. Víctor comenzaba a pensar que en esa ocasión no se trataba de una simple advertencia. Sin un ápice de vacilación, Sabina empujó a su hermano para apartarlo de la trayectoria del coche, con la intención de saltar ella después. Justo cuando comenzaba a tomar impulso para hacerse a un lado, el vehículo impactó contra el liviano cuerpo de la niña. Salió disparada, iniciando un breve vuelo que terminó con su delgado cuello aterrizando sobre el bordillo. 

Víctor corrió hacia su hermana. Su padre bajó del vehículo con la tez pálida como un fantasma. Por favor señor no, te lo ruego, repetía al tiempo que se llevaba las manos a la cabeza. Pero ni todas las plegarias del mundo podían ya deshacer lo ocurrido. El centinela podenco ladraba y gruñía, trotando alrededor de la escena. Víctor se sentía muy lejos de allí. La voz de su padre apenas era un eco lejano. Clavó la mirada en los ojos de su hermana, que permanecían abiertos de par en par. Le parecían de repente tan distintos. Tan vacíos. Como si fuese una muñeca de trapo abandonada sobre aquel sucio bordillo. Todo había sucedido de la forma más absurda, lejos de los escenarios trágicos de las películas de superhéroes. Sin tormentas repentinas o gotas de lluvia regando su cuerpo sin vida. Tan solo el cri cri de los grillos y los aullidos lastimeros de un perro callejero en una vulgar noche de verano. Un reguero de sangre recorrió el filo de la acera hasta desembocar en una alcantarilla en la que un ramillete de jaramagos se alzaba desafiante, queriendo dejar por escrito que ni todo el asfalto del mundo lograría ahogar su amarilla insolencia. El relámpago se apagó para siempre en mitad del vasto silencio de aquel descampado, en compañía del clamor insonoro de una noche sin luna. 


lunes, 13 de julio de 2020

Garcilaso

Era enero,
pero un sol tímido
-a media asta-
calentaba los huesos.
Asomó por la esquina,
alto y desgarbado.
Murmuraba algo.
Estaba en la calle,
según dijo.
En el sentido más estricto
de la expresión.
Comentó algo
sobre un familiar enfermo.
Y luego está
lo de Garcilaso.
Tenía libros escondidos
en rincones clave
de la ciudad.
Solo libros,
-decía-
ese es mi equipaje.
Y aquello
sobre Garcilaso.
Recitó
un verso tras otro,
las sílabas resbalando
suavemente.
Las manos en los bolsillos
y la mirada distante.
Quise decir algo,
pero no sabía
por dónde empezar.
Se giró
sin aguardar respuesta.
Se alejó
mascullando algo,
quizás sobre Garcilaso.


miércoles, 1 de julio de 2020

Sanguijuelas negras


curación / drenaje / amenaza / miedo

Anoche soñé con sanguijuelas negras. No sé lo que significa, si es que ha de significar algo. Si los sueños tienen sentido. Si el despertar tiene sentido. De cualquier modo, anoche soñé con sanguijuelas negras y ahora todo parece más oscuro. De existir un plan último, un fin, sería cruel que el universo nos enviase señales veladas en forma de sueños. Por qué no decirlo directamente. Para qué tanto misterio. Qué ganan el destino o dios o la fatalidad diseminando pistas simbólicas dentro de los sueños, de las estrellas, de las cartas o los posos del café. ¿Buscan acaso darnos una insuficiente ventaja sobre los asuntos de la vida, sobre los asuntos de la muerte y todo aquello que sucede entre la una y la otra? Como un cuasi-ganador que al enfrentar la inevitable derrota tiene una esclarecedora visión que resuelve la jugada, eso sí, demasiado tarde.

Divago porque anoche soñé con sanguijuelas negras, y aunque en el fondo sé que no significa nada, que ningún sueño – que ninguna cosa real o irreal que experimentes a lo largo de tu vida – significa gran cosa, desperté inquieta. Mantuve, atesoré esa inquietud y sigo inquieta mientras escribo estas líneas. Seguir, mantener, permanecer en un estado de no seguimiento, de no mantenimiento, de no permanencia. La quietud de la inquietud, la inmovilidad de la agitación. Un ejercicio contradictorio. Pienso en las sanguijuelas como el método de curación que fueron en su momento: tan lógico en apariencia, tan respaldado por autoridades intelectuales como absolutamente ineficaz.

Jamás he visto una sanguijuela fuera del marco seguro de una pantalla. Pienso en cómo la propia palabra suena lánguida y despreciable; en cómo las letras que la forman son escupidas una tras otra, expulsadas con asco más que pronunciadas. S a n g u i j u e l a, susurro lentamente, deteniéndome en cada fonema.

Soñé con sanguijuelas negras, y volví a escribir tras un tiempo de insoportable inactividad. Quizás no hay, después de todo, ninguna amenaza. No hay miedo más allá del mundano terror de la existencia cotidiana. Quizás las sanguijuelas son solo sanguijuelas, y los sueños solo sueños. Quizás el miedo es el impulso visceral, puro y primario que nos motiva a continuar.



jueves, 18 de junio de 2020

Cine de verano


Un río efímero
de detergente y agua
desciende sobre las piedras calientes.
Siento la húmeda caricia
del vapor que emanan.

El sol ha golpeado
sin piedad las calles,
que respiran ahora tranquilas
bajo la guardia
de la luna llena.

Cine al amparo de las estrellas,
películas de amores perdidos
y tiempos pasados.
De encantador sufrimiento
y quebrado encanto.

Colores y formas revistiendo la noche,
sobre el muro encalado
de un patio de vecinos.
Aroma a jazmín, sillas de plástico
y palomitas rancias.

Y al girar la esquina,
el riachuelo que discurre misterioso
en medio de la ciudad,
como una serpiente plateada
sobre el pavimento de piedra antigua.



lunes, 1 de junio de 2020

Día 13: Autorretrato


Ojeras como surcos al pie de una carretera, profundas e incurables porque soy miope y nunca duermo bien.

Cráteres, cicatrices testimonio de un terrible acné que me amargó la adolescencia. Soñaba cada día con arrancarme la piel.

Me avergonzaba que todo el mundo pudiese ver aquello. Que pudiesen verme a mí. Es entonces cuando empecé a tener un sexto sentido tan inútil como imaginario, una voz que insinuaba a cada momento que cualquier susurro de cualquier persona en un radio de diez metros sería seguramente una burla sobre mí.

Tampoco me gustaba mi nariz. Demasiado grande, demasiado rara. El pelo y los ojos oscuros, estándar, corona mediocre en un rostro sin gracia.

Empecé a pensar que si de verdad me esforzaba en ocultar todo lo que era, quizá podría engañarlos. Quizá podría hacer a la gente creer que yo también era bonita y feliz y normal.

Niña fea y triste y rara, nunca me pude librar de ti.

                  Hoy me miro al espejo y veo lo que veía entonces.

                                   Hoy una certeza me atrapa:
                                                                                   es inútil huir.