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lunes, 30 de marzo de 2020

Día 3: La Tristeza


No siento miedo cuando estoy triste. La tristeza es una balsa profunda que te atrae al fondo dulcemente, casi sin darte cuenta. Te mece y te sumerge y te sientes como un feto flotando en el útero materno.

Entorno conocido.

Un viejo amigo.

La tristeza es oscuridad tierna y serena.



lunes, 23 de marzo de 2020

Día 2: La Angustia


Cierro los ojos.
Alambre de espino
a mi alrededor.
Se curva y retuerce
dibujando mi silueta,
y se acerca.

Tendida en el
frío mármol.
Gritando
sin voz,
llorando
sin lágrimas.

Como una anaconda
que me acecha,
buscando alcanzar
mi cuerpo,
hincar sus espinas de metal
en mi carne blanda.

En la punta de mis dedos,
en la planta
de mis pies.
Lo noto
alrededor de mi garganta,
deslizándose.

Alambre frío
y caliente,
tibio de muerte
y henchido de vida,
latir inquieto
de un dolor descarnado.




Día 1: La Calma

Es esta calma asesina,
es esta
maldita
calma.
Una sonrisa huérfana
se congela
en mi boca.
No quiero esta calma,
esta
insufrible
calma.

Siento ya su aliento,
los colmillos
en mi garganta.
Con la frente despejada
y la expresión serena
aúllan mis ojos vacíos.
Lo siento lejos,
pero ya lo siento.
Aún lejos,
pero sé
que vendrá.

Es esta calma asesina,
esta
maldita
calma.
Cuento los segundos,
se estremecen mis vértebras
una a una.
Alejadme de esta calma,
esta
insufrible
calma.

Mi aliento es ceniza,
mis párpados cuchillas.
Caen de nuevo los días,
uno sobre el otro,
amontonados
como las ruinas
de un castillo de naipes.
En medio de la calma,
esta
agotadora
calma.



jueves, 19 de marzo de 2020

Café y tostadas


Le gustaba desayunar fuera de vez en cuando. Sentaba bien salir de casa de sus padres y recibir los rayos de aquel sol del sur a través de los párpados entornados y pasear por esas calles que ya apenas recordaba. Pisaba como por primera vez aquellas estrechas aceras plagadas de surcos en los que se acumulaban los charcos en otoño, prestando atención a cada losa traicionera de aquellas que solían levantarse para arruinarle los bajos del pantalón camino del instituto. Las había recorrido tantas veces: mientras crecía y aprendía lo que era el dolor a base de resbalones y rodillas desolladas, y después mientras maduraba y volvía a aprender lo que era el dolor dando un último beso furtivo en alguna esquina. En el camino se cruzó con personas a las que llevaba años sin ver, años que habían pasado sin pena ni gloria. Años que en aquel momento le parecían semanas. Su madre se agarraba con fuerza a su brazo derecho, dejándose caer levemente cada vez que apoyaba en el suelo la pierna mala. Parecía conocer a todo el mundo. Y si no lo hacía, al menos fingía de maravilla alzando las cejas y sonriendo a cada persona que encontraban. Aquí vamos, señaló. Victoria empujó la puerta y la sostuvo para dejar que su madre pasase primero. Echó un vistazo a su alrededor, tratando en vano de detectar algún rostro conocido. La cafetería estaba llena de gente mayor, lo cual no debería sorprenderle, ya que solo alguien en edad de jubilación podía permitirse salir a desayunar churros con toda tranquilidad un miércoles a las diez de la mañana. Su madre saludó a varias de ellas desde la distancia mientras se dirigían a una pequeña mesa redonda con dos sillas de madera oscura dispuestas frente a un ventanal. Victoria pensó que era un rincón agradable. Mira, susurró su madre mientras le apretaba el antebrazo con disimulo. A tu izquierda. Victoria miró de reojo. Esa es la Julia. La madre de aquella niña que estaba en el colegio contigo, ¿te acuerdas? Aquella morena tan bajita, Vero... Vero Robles. Victoria asintió en silencio. Pues la madre es de mi edad, ¿te lo puedes creer? Qué vieja está, por Dios bendito. ¿No? Sonrió. La camarera, una mujer delgada de unos cincuenta años con el pelo teñido de rojo oscuro, se acercó a la mesa.
Muy buenas, Toñi, dime qué te pongo.
Hola, Rosa. Anda, que echas más horas que el sol. Mira, ponme un descafeinado de máquina con leche y unos churros pero unos poquitos para probarlos nada más, y una napolitana de chocolate. Y a mi hija... ¡Ay, que tú no la conocerás ya! Victoria, ¿tú te acuerdas de Rosa?
Claro, mintió ella, y se levantó a darle dos besos. Para mí un té verde y media de mantequilla, por favor.
Ahora mismo, dijo Rosa. Muy guapa eh, añadió dirigiéndose a su madre, y después se alejó hasta desaparecer tras la barra de granito.
Hay que ver Rosa las hartás de trabajar que se pega eh, comentó. Victoria asintió. Pensaba en la mudanza, en todo lo que dejaba atrás. Pensaba en las calles atestadas de Madrid y en el oscuro apartamento y en los largos paseos desde el trabajo que por algún extraño motivo le resultaban tan agradables, aunque ni el trayecto ni aquella hora de la tarde tenían nada particularmente bello. Pero sobre todo pensaba en Roberto. En Roberto diciéndole que ya no sentía lo mismo, que no merecía la pena. En Roberto acariciándole el pelo mientras ella lloraba hecha un ovillo en el sofá.
Tú sabes todo lo que le ha pasado, ¿no?
¿Eh?
A Rosa digo.
Ah, no. Y tampoco es que le importase demasiado, dadas las circunstancias. Ya tenía bastante mierda en la que pensar, y no entendía por qué su madre seguía insistiendo en sacar conversación sobre personas de un pueblo que si por ella fuera bien podría ser absorbido por una enorme grieta y acabar varado en el último puto círculo del infierno.
Pues su hija, que tendrá ahora veintipocos, se quedó embarazada con diecisiete. Y el novio se fue por ahí, o lo dejaron, o las dos cosas. No sé. El caso es que tuvo un niño, y encima el niño le salió mal. Continuó su madre.
Victoria asintió. No estaba muy segura de a dónde pretendía llegar con esa conversación, si acaso no era consciente de que su hija estaba pasando por un mal momento y quizás lo último que necesitaba era escuchar las tragedias de los demás. Que tal vez solo quería tomarse su té en silencio mirando por la ventana, rodeada de ancianos que hablaban sobre el inusual buen tiempo de aquel febrero. Recordó que aún tenía que empaquetar los libros y los DVDs, aunque de todos modos para qué podía servirle ya un DVD si ni tan siquiera tenía reproductor. Objetos inútiles acumulando polvo, como esa inútil tristeza o la inútil sacarina descansando en el borde del platillo. En su cabeza resonaba la voz de Roberto diciendo que dejase de hacerse la víctima. Pero aquella vez tenía derecho, ¿o no? Después de todo él la había dejado y la había echado de su apartamento y de su vida y de Madrid, y la había condenado a volver a aquel pueblo perdido del que apenas guardaba un único buen recuerdo.
Trabaja muchísimas horas, no para. Y mantiene a su hija, claro. Y al nieto. Porque el padre no da señales. Me dice el otro día, Toñi, ¿sabes a qué hora terminé ayer? Y me dice, a las diez y media de la noche. Llegué a mi casa a las once y pico, desde las siete de la mañana. Y es una cafetería eh, pero claro, entre el desayuno, el café, la media tarde, la gente se queda y después tienes que fregar el cuarto de baño, y recoger las sillas, y limpiarlo todo, y barrer el suelo, y cerrar. Total, a las once de la noche. Y me dice, llego y estaba todo recogido. Victoria permanecía en silencio, mirando a través de la ventana, y quizás también a través de las propias calles y los edificios, y a través de las personas que pasaban, hasta fijar la vista en algún punto imperceptible, muy lejos de todo aquello. ¿Me oyes?
Victoria la estaba oyendo, pero apenas prestaba atención a lo que decía. Algo sobre la camarera y las horas que trabajaba. Qué importaba eso en comparación con todas las cosas que le quedaban por hacer, todos los currículums que le quedaban por echar y los pisos por buscar. Era como empezar de cero. Así es como se sentía. Como si todo lo que había conseguido en su vida hasta aquel momento se hubiese esfumado sin dejar rastro, y ahora estuviese tratando en vano de hacer acopio del vapor que se escapaba sin remedio entre sus dedos, y tuviese que arrodillarse y empezar a construirlo todo de nuevo, desde los cimientos. Y a sus treinta y cuatro años, no era algo que le hiciese especial ilusión.
Sí, sí. Son muchas horas.
Pero la casa estaba recogida. Me dice Toñi, tengo un amor de hija. Es trabajadora, responsable, se desvive por su niño, lo lleva al hospital siempre, le compra la ropa, lo hace todo, todo. Y sabe que trabajo mucho y coge un domingo, un día que tiene libre, y mientras yo trabajo se pone a limpiar el piso de arriba a abajo. No sabes la suerte que tengo, me dice. ¿Te imaginas? Con todos sus problemas, y luego lo del ex marido, y dice que tiene mucha suerte. Es muy buena.
¿Qué pasa con el ex marido?
Ah, ¿no lo sabes? Ella estaba casada, pero él era un capullo y un borracho, de los hijos se desentendió totalmente. Están la pequeña, la del niño enfermo, y después otros dos hijos que son más grandes y están ya por su cuenta y también la ayudan mucho. Uno de ellos estudió algo de idiomas y está por ahí en el extranjero, y el otro muy bueno también, muy trabajador, en el taller. De mecánico. Bueno, eso era, el padre. El padre había semanas que ni aparecía por casa, total que ella como es normal se hartó y se separaron.
Claro, ella no trabajaba y tuvo que hacerse cargo de todos los niños y buscarse la vida como pudo, y ya entró a trabajar en la cafetería. Ahora está medio bien. Pero el ex marido no le pasa la pensión, y sigue en las mismas. Con sus juergas y sus historias y pasando de la familia. Dicen que se ha echado una novia ahora, una muchacha extranjera que lo querrá por los papeles me imagino, porque a ver qué le ve a un tío así.
Victoria pensó que si ella lo estaba pasando mal cuando lo único que había tenido en común con Roberto había sido un apartamento que de todos modos nunca llegó a sentir como suyo y la cuenta compartida de Netflix, no podía ni tan siquiera alcanzar a imaginar lo que supondría una ruptura con tres niños de por medio, y sin otro lugar al que acudir.
Y entonces, ¿qué le pasa exactamente al nieto?
No lo sé, una vez me lo contó pero tampoco me quedó muy claro. El caso es que hubo un problema en el parto y vamos, los médicos cuando nació lo tuvieron un montón de tiempo en la incubadora y les dijeron que no iba a llegar a los dos años. Y ya tiene tres. Es un milagro.
Al parecer su madre y ella tenían un concepto muy diferente de lo que suponía un milagro. Rosa se acercó a la mesita y depositó el descafeinado y el té, y después volvió con los churros y la tostada. Ahora te traigo la napolitana, Toñi.
Muchas gracias, apañá.
Victoria observó cómo Rosa se alejaba y recorría el resto de mesas haciendo gala de una energía abrumadora. Cogió una napolitana grande con las pinzas, la depositó en un plato y volvió a acercarse a ellas. Una vez se hubo alejado de nuevo, la madre prosiguió con su historia.
Bueno, el nieto necesita una operación ahora. Y no saben si saldrá de esta.
¿Y ella cómo se lo ha tomado?
Pues con mucha resignación. Porque, ¿qué le va a hacer? Demasiado que ha durado lo que ha durado, ¿no? Demasiado es.
Sí, supongo. Pero tiene que ser duro.
Ella me dice: Toñi, mi nieto ha sido una bendición, mi niña se desvive por él, todos lo queremos muchísimo, y hemos llegado hasta aquí. Lo que tenga que ser, será.
Es una forma de verlo.
Bueno, ¿y tú qué? Toñi clavó los ojos en Victoria, quien se encogió de hombros. Tenías muchas cosas que hacer, ¿no?
Sí, tengo que buscar piso y luego está lo del trabajo, también tengo que llamar al abogado y tengo que pedir cita con el psicólogo.
¿El psicólogo?
No estoy loca, es solo que es un momento difícil, ya sabes. No me mires así.
No, si me parece bien. Antes la gente no iba al psicólogo, iba a la peluquería o se salía al fresco con las vecinas. Pero claro, eso no lo puedes hacer en un bloque de pisos de Madrid, ¿no?
Victoria sonrió. La gente también sale al fresco en Madrid, mamá.
Sí, pero no es lo mismo. Victoria pensó que tenía razón. No era para nada lo mismo. Quizás no había sido tan mala idea volver al pueblo, al menos durante una temporada. Solo hasta pasar la peor parte.
Te iba a decir de dar un paseo por la ribera, pero me vas a decir que no tienes tiempo, ¿a que sí?
Victoria asintió.
Bueno, dijo. Puede que aún tenga algo de tiempo. Para un paseo corto.