Le gustaba desayunar fuera de vez en cuando. Sentaba bien salir de
casa de sus padres y recibir los rayos de aquel sol del sur a través
de los párpados entornados y pasear por esas calles que ya apenas
recordaba. Pisaba como por primera vez aquellas estrechas aceras
plagadas de surcos en los que se acumulaban los charcos en otoño,
prestando atención a cada losa traicionera de aquellas que solían
levantarse para arruinarle los bajos del pantalón camino del
instituto. Las había recorrido tantas veces: mientras crecía y
aprendía lo que era el dolor a base de resbalones y rodillas
desolladas, y después mientras maduraba y volvía a aprender lo que
era el dolor dando un último beso furtivo en alguna esquina. En el
camino se cruzó con personas a las que llevaba años sin ver, años
que habían pasado sin pena ni gloria. Años que en aquel momento le
parecían semanas. Su madre se agarraba con fuerza a su brazo
derecho, dejándose caer levemente cada vez que apoyaba en el suelo
la pierna mala. Parecía conocer a todo el mundo. Y si no lo hacía,
al menos fingía de maravilla alzando las cejas y sonriendo a cada
persona que encontraban. Aquí vamos, señaló. Victoria empujó la
puerta y la sostuvo para dejar que su madre pasase primero. Echó un
vistazo a su alrededor, tratando en vano de detectar algún rostro
conocido. La cafetería estaba llena de gente mayor, lo cual no
debería sorprenderle, ya que solo alguien en edad de jubilación
podía permitirse salir a desayunar churros con toda tranquilidad un
miércoles a las diez de la mañana. Su madre saludó a varias de
ellas desde la distancia mientras se dirigían a una pequeña mesa
redonda con dos sillas de madera oscura dispuestas frente a un
ventanal. Victoria pensó que era un rincón agradable. Mira, susurró
su madre mientras le apretaba el antebrazo con disimulo. A tu
izquierda. Victoria miró de reojo. Esa es la Julia. La madre de
aquella niña que estaba en el colegio contigo, ¿te acuerdas?
Aquella morena tan bajita, Vero... Vero Robles. Victoria asintió en
silencio. Pues la madre es de mi edad, ¿te lo puedes creer? Qué
vieja está, por Dios bendito. ¿No? Sonrió. La camarera, una mujer
delgada de unos cincuenta años con el pelo teñido de rojo oscuro,
se acercó a la mesa.
Muy buenas, Toñi, dime qué te pongo.
Hola, Rosa. Anda, que echas más horas que el sol. Mira, ponme un
descafeinado de máquina con leche y unos churros pero unos poquitos
para probarlos nada más, y una napolitana de chocolate. Y a mi
hija... ¡Ay, que tú no la conocerás ya! Victoria, ¿tú te
acuerdas de Rosa?
Claro, mintió ella, y se levantó a darle dos besos. Para mí un té
verde y media de mantequilla, por favor.
Ahora mismo, dijo Rosa. Muy guapa eh, añadió dirigiéndose a su
madre, y después se alejó hasta desaparecer tras la barra de
granito.
Hay que ver Rosa las hartás de trabajar que se pega eh,
comentó. Victoria asintió. Pensaba en la mudanza, en todo lo que
dejaba atrás. Pensaba en las calles atestadas de Madrid y en el
oscuro apartamento y en los largos paseos desde el trabajo que por
algún extraño motivo le resultaban tan agradables, aunque ni el
trayecto ni aquella hora de la tarde tenían nada particularmente
bello. Pero sobre todo pensaba en Roberto. En Roberto diciéndole que
ya no sentía lo mismo, que no merecía la pena. En Roberto
acariciándole el pelo mientras ella lloraba hecha un ovillo en el
sofá.
Tú sabes todo lo que le ha pasado, ¿no?
¿Eh?
A Rosa digo.
Ah, no. Y tampoco es que le importase demasiado, dadas las
circunstancias. Ya tenía bastante mierda en la que pensar, y no
entendía por qué su madre seguía insistiendo en sacar conversación
sobre personas de un pueblo que si por ella fuera bien podría ser
absorbido por una enorme grieta y acabar varado en el último puto
círculo del infierno.
Pues su hija, que tendrá ahora veintipocos, se quedó embarazada con
diecisiete. Y el novio se fue por ahí, o lo dejaron, o las dos
cosas. No sé. El caso es que tuvo un niño, y encima el niño le
salió mal. Continuó su madre.
Victoria asintió. No estaba muy segura de a dónde pretendía llegar
con esa conversación, si acaso no era consciente de que su hija
estaba pasando por un mal momento y quizás lo último que necesitaba
era escuchar las tragedias de los demás. Que tal vez solo quería
tomarse su té en silencio mirando por la ventana, rodeada de
ancianos que hablaban sobre el inusual buen tiempo de aquel febrero.
Recordó que aún tenía que empaquetar los libros y los DVDs, aunque
de todos modos para qué podía servirle ya un DVD si ni tan siquiera
tenía reproductor. Objetos inútiles acumulando polvo, como esa
inútil tristeza o la inútil sacarina descansando en el borde del
platillo. En su cabeza resonaba la voz de Roberto diciendo que dejase
de hacerse la víctima. Pero aquella vez tenía derecho, ¿o no?
Después de todo él la había dejado y la había echado de su
apartamento y de su vida y de Madrid, y la había condenado a volver
a aquel pueblo perdido del que apenas guardaba un único buen
recuerdo.
Trabaja muchísimas horas, no para. Y mantiene a su hija, claro. Y al
nieto. Porque el padre no da señales. Me dice el otro día, Toñi,
¿sabes a qué hora terminé ayer? Y me dice, a las diez y media de
la noche. Llegué a mi casa a las once y pico, desde las siete de la
mañana. Y es una cafetería eh, pero claro, entre el desayuno, el
café, la media tarde, la gente se queda y después tienes que fregar
el cuarto de baño, y recoger las sillas, y limpiarlo todo, y barrer
el suelo, y cerrar. Total, a las once de la noche. Y me dice, llego y
estaba todo recogido. Victoria permanecía en silencio, mirando a
través de la ventana, y quizás también a través de las propias
calles y los edificios, y a través de las personas que pasaban,
hasta fijar la vista en algún punto imperceptible, muy lejos de todo
aquello. ¿Me oyes?
Victoria la estaba oyendo, pero apenas prestaba atención a lo que
decía. Algo sobre la camarera y las horas que trabajaba. Qué
importaba eso en comparación con todas las cosas que le quedaban por
hacer, todos los currículums que le quedaban por echar y los pisos
por buscar. Era como empezar de cero. Así es como se sentía. Como
si todo lo que había conseguido en su vida hasta aquel momento se
hubiese esfumado sin dejar rastro, y ahora estuviese tratando en vano
de hacer acopio del vapor que se escapaba sin remedio entre sus
dedos, y tuviese que arrodillarse y empezar a construirlo todo de
nuevo, desde los cimientos. Y a sus treinta y cuatro años, no era
algo que le hiciese especial ilusión.
Sí, sí. Son muchas horas.
Pero la casa estaba recogida. Me dice Toñi, tengo un amor de hija.
Es trabajadora, responsable, se desvive por su niño, lo lleva al
hospital siempre, le compra la ropa, lo hace todo, todo. Y sabe que
trabajo mucho y coge un domingo, un día que tiene libre, y mientras
yo trabajo se pone a limpiar el piso de arriba a abajo. No sabes la
suerte que tengo, me dice. ¿Te imaginas? Con todos sus problemas, y
luego lo del ex marido, y dice que tiene mucha suerte. Es muy buena.
¿Qué pasa con el ex marido?
Ah, ¿no lo sabes? Ella estaba casada, pero él era un capullo y un
borracho, de los hijos se desentendió totalmente. Están la pequeña,
la del niño enfermo, y después otros dos hijos que son más grandes y están ya por su cuenta y
también la ayudan mucho. Uno de ellos estudió algo de idiomas y
está por ahí en el extranjero, y el otro muy bueno también, muy
trabajador, en el taller. De mecánico. Bueno, eso era, el padre. El
padre había semanas que ni aparecía por casa, total que ella como
es normal se hartó y se separaron.
Claro, ella no trabajaba y tuvo que hacerse cargo de todos los niños y buscarse la vida como
pudo, y ya entró a trabajar en la cafetería. Ahora está medio
bien. Pero el ex marido no le pasa la pensión, y sigue en las
mismas. Con sus juergas y sus historias y pasando de la familia.
Dicen que se ha echado una novia ahora, una muchacha extranjera que lo
querrá por los papeles me imagino, porque a ver qué le ve a un tío
así.
Victoria pensó que si ella lo estaba pasando mal cuando lo único
que había tenido en común con Roberto había sido un apartamento
que de todos modos nunca llegó a sentir como suyo y la cuenta
compartida de Netflix, no podía ni tan siquiera alcanzar a imaginar
lo que supondría una ruptura con tres niños de por medio, y sin
otro lugar al que acudir.
Y entonces, ¿qué le pasa exactamente al nieto?
No lo sé, una vez me lo contó pero tampoco me quedó muy claro. El
caso es que hubo un problema en el parto y vamos, los médicos cuando
nació lo tuvieron un montón de tiempo en la incubadora y les dijeron
que no iba a llegar a los dos años. Y ya tiene tres. Es un milagro.
Al parecer su madre y ella tenían un concepto muy diferente de lo que suponía un milagro. Rosa se acercó a la mesita y depositó el descafeinado y el té, y
después volvió con los churros y la tostada. Ahora te traigo la
napolitana, Toñi.
Muchas gracias, apañá.
Victoria observó cómo Rosa se alejaba y recorría el resto de mesas
haciendo gala de una energía abrumadora. Cogió una napolitana
grande con las pinzas, la depositó en un plato y volvió a acercarse
a ellas. Una vez se hubo alejado de nuevo, la madre prosiguió con su
historia.
Bueno, el nieto necesita una operación ahora. Y no saben si saldrá
de esta.
¿Y ella cómo se lo ha tomado?
Pues con mucha resignación. Porque, ¿qué le va a hacer? Demasiado
que ha durado lo que ha durado, ¿no? Demasiado es.
Sí, supongo. Pero tiene que ser duro.
Ella me dice: Toñi, mi nieto ha sido una bendición, mi niña se
desvive por él, todos lo queremos muchísimo, y hemos llegado hasta
aquí. Lo que tenga que ser, será.
Es una forma de verlo.
Bueno, ¿y tú qué? Toñi clavó los ojos en Victoria, quien se
encogió de hombros. Tenías muchas cosas que hacer, ¿no?
Sí, tengo que buscar piso y luego está lo del trabajo, también
tengo que llamar al abogado y tengo que pedir cita con el psicólogo.
¿El psicólogo?
No estoy loca, es solo que es un momento difícil, ya sabes. No me
mires así.
No, si me parece bien. Antes la gente no iba al psicólogo, iba a la
peluquería o se salía al fresco con las vecinas. Pero claro, eso no
lo puedes hacer en un bloque de pisos de Madrid, ¿no?
Victoria sonrió. La gente también sale al fresco en Madrid, mamá.
Sí, pero no es lo mismo. Victoria pensó que tenía razón. No era
para nada lo mismo. Quizás no había sido tan mala idea volver al
pueblo, al menos durante una temporada. Solo hasta pasar la peor
parte.
Te iba a decir de dar un paseo por la ribera, pero me vas a decir que
no tienes tiempo, ¿a que sí?
Victoria asintió.
Bueno, dijo. Puede que aún tenga algo de tiempo. Para un paseo
corto.