Ojeras como
surcos al pie de una carretera, profundas e incurables porque soy
miope y nunca duermo bien.
Cráteres,
cicatrices testimonio de un terrible acné que me amargó la
adolescencia. Soñaba cada día con arrancarme la piel.
Me
avergonzaba que todo el mundo pudiese ver aquello. Que pudiesen verme
a mí. Es entonces cuando empecé a tener un sexto sentido tan inútil
como imaginario, una voz que insinuaba a cada momento que cualquier
susurro de cualquier persona en un radio de diez metros sería
seguramente una burla sobre mí.
Tampoco me
gustaba mi nariz. Demasiado grande, demasiado rara. El pelo y los
ojos oscuros, estándar, corona mediocre en un rostro sin gracia.
Empecé a
pensar que si de verdad me esforzaba en ocultar todo lo que era,
quizá podría engañarlos. Quizá podría hacer a la gente creer que
yo también era bonita y feliz y normal.
Niña fea y
triste y rara, nunca me pude librar de ti.
Hoy me miro
al espejo y veo lo que veía entonces.
Hoy una
certeza me atrapa:
es
inútil huir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario